Maestro,
Despierto todos los días a las 4:30. Duermo seis horas que equivalen a cuatro ciclos de sueño exactos. Lo mejor que puedo
hacer al despertar es sacar las cobijas de mi cama y ponerlas a airear en la
sala. Sentarme en la cama desnuda y, aprovechando el frío de la madrugada,
leer. Si dudo un segundo y me enredo en las cobijas, todo el día se me puede
desbaratar. Como ayer.
Ayer desperté a la misma hora pero leí arropado con la
colcha y arrellanado entre los almohadones. Después de dos capítulos de Rosalba, y estimulado por el olor del libro que tiene 98 años sobre este planeta, volví a agarrar modorra. Apagué la luz y
esperé a quedar otra vez dormido. Como no conciliaba el sueño rápido decidí
aplicar el método primate: Una paja para dormir. Una paja rápida apenas
inspirada por algún recuerdo fugaz de un pezón rosado o unos talones suaves o
unas piernas pálidas y generosas.
Pensé que el método primate había fallado pues soñé
que me levantaba para llevar las cobijas envueltas a la sala. Cuando llegué vi
el espacio invadido de televisores. Al no encontrar lugar donde extender mis
sábanas empecé a maldecir mi suerte y quejarme por esa mala costumbre de mis
hermanas de recibir objetos viejos e inservibles. Empecé a examinar los
televisores empolvados y encontré el Sony Triniton de mi infancia. Ahí sospeché
que estaba soñando. Para salir de la duda empecé a saltar y así probar mis
acostumbradas habilidades de vuelo onírico y aunque no me elevé en un planear
constante, sí pude saltar hasta tocar el techo con mi espalda. Lo seguí
haciendo, como una cometa que sube y baja esperando la corriente cálida ascendente,
y luego de un rato saltando logré romper las rejas del techo del patio como si
fueran cintas de papel viejo.
Y empecé a volar, confirmando que todo era un sueño, desde
el cielo vi paisajes oníricos repetitivos. Entre esas imágenes apareció mi
barrio (que en mis sueños siempre es como era hace trece años, cuando yo tenía
catorce o quince y mi deseo sexual adolescente estaba más arrebatado). Bajé con
cuidado, como lo haría un buitre con el buche lleno, y consciente de estar
soñando toqué a la puerta de Paola, mi vecina y compañera de colegio. Salió
ella a abrirme, en su versión (su mejor versión) también adolescente, joven, de
carnes firmes, pecas rosadas y cabello negro y largo. Si para algo sirve un
sueño lúcido es para volar y tener sexo, así que procedí sin muchos cuidados
ceremoniosos y luego de consumado el acto (consumado es un decir porque nunca
me ha llegado un orgasmo en un sueño) decidí seguir planeando y buscando nuevos
cuerpos.
Encontré una mujer delgada, de senos diminutos,
desnuda de la cintura para arriba, de pelo rubio y muy corto. Empecé a besar sus
pezones pequeños y alguien empezó a gritar, para interrumpirnos, que ella no
tenía senos sino tetillas. Intenté no hacer caso y más bien procedí a
desabrocharle el pantalón a la blonda y empecé, con mucho gusto, a hacerle sexo
oral. Al principio sentía mi lengua hundirse en las lubricidades abundantes de
su entrepierna, pero luego de un tiempo noté que la humedad disminuía
gradualmente, dramáticamente, así hasta desaparecer y hacer del contacto con mi
lengua algo seco y áspero. Abrí los ojos y me alejé un poco para ver qué estaba
pasando y en vez de encontrar un sexo abierto y seco vi una toalla con una
etiqueta bordada que decía "Regular". La toalla estaba doblada de una
manera muy particular, formando un cajón. Tenía en sus bordes un remate en
satín azul, como las toallas de los bebés. Dudé, y todavía lo hago, si el
"regular" era inglés, para etiquetar mi performance como algo
genérico, usual; o si era español y era una sugerencia para medir mi
ritmo, para ajustar la cadencia del cunnilingus. Ahí desperté.
Aún con sueño miré el reloj y ya era tarde para todo.
Para llegar a tiempo a natación, para cruzar miradas con la estudiante de ojos
negros y cabello desordenado que camina siempre por la 53 con 50, para leer
otro capítulo de Rosalba antes de entrar a la piscina,
para doblar la ropa en el casillero y apilarla en el orden preciso en el que la
necesito luego, cuando vuelvo a vestirme. Tarde Maestro, incluso para
responder su carta anterior. Tarde para formular una pregunta e
invitarlo a que me escriba nuevamente.
Maestro ¿recuerda cuál era el porcentaje de realidad
autobiográfica que debe tener un texto de ficción? Ese chiste lo contaba Juan
David en sus clases. Le pregunto porque quiero sacar de dudas a algunos
lectores. Si mano, tenemos lectores.