marzo 02, 2016

Regular

Maestro,

Despierto todos los días a las 4:30. Duermo seis horas que equivalen a cuatro ciclos de sueño exactos. Lo mejor que puedo hacer al despertar es sacar las cobijas de mi cama y ponerlas a airear en la sala. Sentarme en la cama desnuda y, aprovechando el frío de la madrugada, leer. Si dudo un segundo y me enredo en las cobijas, todo el día se me puede desbaratar. Como ayer.

Ayer desperté a la misma hora pero leí arropado con la colcha y arrellanado entre los almohadones. Después de dos capítulos de Rosalba, y estimulado por el olor del libro que tiene 98 años sobre este planeta, volví a agarrar modorra. Apagué la luz y esperé a quedar otra vez dormido. Como no conciliaba el sueño rápido decidí aplicar el método primate: Una paja para dormir. Una paja rápida apenas inspirada por algún recuerdo fugaz de un pezón rosado o unos talones suaves o unas piernas pálidas y generosas.

Pensé que el método primate había fallado pues soñé que me levantaba para llevar las cobijas envueltas a la sala. Cuando llegué vi el espacio invadido de televisores. Al no encontrar lugar donde extender mis sábanas empecé a maldecir mi suerte y quejarme por esa mala costumbre de mis hermanas de recibir objetos viejos e inservibles. Empecé a examinar los televisores empolvados y encontré el Sony Triniton de mi infancia. Ahí sospeché que estaba soñando. Para salir de la duda empecé a saltar y así probar mis acostumbradas habilidades de vuelo onírico y aunque no me elevé en un planear constante, sí pude saltar hasta tocar el techo con mi espalda. Lo seguí haciendo, como una cometa que sube y baja esperando la corriente cálida ascendente, y luego de un rato saltando logré romper las rejas del techo del patio como si fueran cintas de papel viejo.

Y empecé a volar, confirmando que todo era un sueño, desde el cielo vi paisajes oníricos repetitivos. Entre esas imágenes apareció mi barrio (que en mis sueños siempre es como era hace trece años, cuando yo tenía catorce o quince y mi deseo sexual adolescente estaba más arrebatado). Bajé con cuidado, como lo haría un buitre con el buche lleno, y consciente de estar soñando toqué a la puerta de Paola, mi vecina y compañera de colegio. Salió ella a abrirme, en su versión (su mejor versión) también adolescente, joven, de carnes firmes, pecas rosadas y cabello negro y largo. Si para algo sirve un sueño lúcido es para volar y tener sexo, así que procedí sin muchos cuidados ceremoniosos y luego de consumado el acto (consumado es un decir porque nunca me ha llegado un orgasmo en un sueño) decidí seguir planeando y buscando nuevos cuerpos.

Encontré una mujer delgada, de senos diminutos, desnuda de la cintura para arriba, de pelo rubio y muy corto. Empecé a besar sus pezones pequeños y alguien empezó a gritar, para interrumpirnos, que ella no tenía senos sino tetillas. Intenté no hacer caso y más bien procedí a desabrocharle el pantalón a la blonda y empecé, con mucho gusto, a hacerle sexo oral. Al principio sentía mi lengua hundirse en las lubricidades abundantes de su entrepierna, pero luego de un tiempo noté que la humedad disminuía gradualmente, dramáticamente, así hasta desaparecer y hacer del contacto con mi lengua algo seco y áspero. Abrí los ojos y me alejé un poco para ver qué estaba pasando y en vez de encontrar un sexo abierto y seco vi una toalla con una etiqueta bordada que decía "Regular". La toalla estaba doblada de una manera muy particular, formando un cajón. Tenía en sus bordes un remate en satín azul, como las toallas de los bebés. Dudé, y todavía lo hago, si el "regular" era inglés, para etiquetar mi performance como algo genérico, usual; o si era español y era una sugerencia para medir mi ritmo, para ajustar la cadencia del cunnilingus. Ahí desperté.

Aún con sueño miré el reloj y ya era tarde para todo. Para llegar a tiempo a natación, para cruzar miradas con la estudiante de ojos negros y cabello desordenado que camina siempre por la 53 con 50, para leer otro capítulo de Rosalba antes de entrar a la piscina, para doblar la ropa en el casillero y apilarla en el orden preciso en el que la necesito luego, cuando vuelvo a vestirme. Tarde Maestro, incluso para responder su carta anterior. Tarde para formular una pregunta e invitarlo a que me escriba nuevamente.

Maestro ¿recuerda cuál era el porcentaje de realidad autobiográfica que debe tener un texto de ficción? Ese chiste lo contaba Juan David en sus clases. Le pregunto porque quiero sacar de dudas a algunos lectores. Si mano, tenemos lectores.