marzo 27, 2011

La Vega

Nunca he manejado a más de setenta kilómetros por hora. Esa es mi velocidad máxima y no pienso cambiar. No importa lo que pase adelante o atrás de la carretera, lo que nos sigue o lo que nos espera, si me hacen luces o si me pitan, si veo una recta despejada y perfecta. No acelero más de lo necesario. Se lo aclaré al Maestro antes de salir de su casa. “Nos vamos, pero nos vamos lentos”. 
El Maestro se quedó dormido, dos pastas de ibuprofeno ochocientos sin un trago de agua, luego dijo un par de incoherencias y se estiró como pudo. Las piernas arriba de la guantera, el cuello doblado entre la silla y la puerta y la cabeza hacia atrás con la boca abierta. El asfalto está resbaloso, desde que cogimos carretera nos sigue esa llovizna que no cesa pero que tampoco revienta en aguacero. Espero que sea lo único que llevamos tras las espaldas.
Nunca me gustaron las drogas y, exceptuando el ibuprofeno, sé que al Maestro tampoco le entusiasman. Lo que llevamos en el baúl es un golpe de suerte, mala o buena, es cuestión de tiempo para saberlo. El carro va bien en la subida, segunda y tercera velocidad, pero nunca arriba de los setenta kilómetros. A menos que haya un espacio muy claro o una doble calzada, no sobrepaso a nadie. A esta hora sólo hay camiones, muchos nos rebasan sin esfuerzo, otros van escalando a empujones. Espero detrás de esos sin afán, sin levantar más sospechas de las que mi paranoia va creando. Es una costumbre de toda la vida, imaginar el peor escenario para que nunca ocurra, como una estadística infalible que me calma. Mi inseguridad se vuelve ahora mi mayor certeza.
El maestro ronca, lleva el pellejo brilloso por el sudor pues afuera debe haber unos veinticinco grados centígrados. A pesar de la lluvia el carro se mantiene caliente, las gotas se evaporan con el calor del pavimento casi de inmediato y suben por encima del haz de luz creando una cortina de bruma. Los árboles a lado y lado forman con sus copas un techo de hojas que cubre a medias la carretera. Suenan ranas y cigarras amplificadas por el concreto de las cunetas. Llevo la ventana medio abierta para que no se empañen los vidrios, pero no mucho, el Maestro se puede agripar con estas brisas templadas de medianoche. 
Reuní todo el dinero que pude y le dejé a una muy buena amiga las llaves de mi apartamento. La autoricé a venderlo todo y a ir consignándome la plata en cuanto la fuera obteniendo. El Maestro sacó también sus pesos bajo el colchón y logró unos más vendiendo su batería. Platos, redoblante, bombo. También unos acetatos que le quedaban y libros de poesía y teoría literaria. Su computador se lo llevamos al Pastuso, para que lo fuera vendiera con calma y por partes. Le dimos el número de mi cuenta bancaria pues el Maestro está fuera del sistema financiero. Desde que huyó de una deuda por una carrera que no quiso estudiar, está fuera de todo el sistema.
Cuando tuvimos todo listo, salimos. Ya iba pasando la tarde y los trancones se iban formando. Para ahorrarnos problemas le dije al Maestro que nos metiéramos a uno de los moteles que hay saliendo de Bogotá. Se extrañó, pero después aceptó riendo. Entramos y el portero nos miró como a cualquier par de homosexuales que escapan de la oficina para aliviar sus ansias escondidas. Nos asignó un número, una llave y una habitación que denominó como clásica y nos dijo que teníamos siete horas. El cuarto estaba bien, cama king size, porno en alta definición, equipo de sonido y un dispensador de papel higiénico justo al lado de la cama. Puse el televisor en silencio y saqué un libro, el Maestro hizo lo mismo. 
En vano intentamos leer. Aburrido tomé el control e hice zapping sin volumen. Iba saltando de una imagen a otra: porno, porno, porno, canal nacional, canal nacional, deportes. La final de Roland Garros. El Maestro iba por Nadal, yo iba por Federer. “Si vendo la raqueta son otros doscientos”, le dije mientras Nadal se arrastraba y cruzaba un winner de revés. Después de cuatro sets muy reñidos empezamos a escuchar golpes y gruñidos al otro lado de la pared. No eran gemidos eróticos, eran más bien pujidos, pucheros. Con la oreja sobre el papel tapiz oía las nalgadas, el golpe del espaldar de la cama contra el muro falso, el rechinar de los tornillos por la fuerza de los cuerpos empujados. Después de quince minutos había perdido algo de gracia y Nadal tenía punto para el partido. Justo cuando la bola se elevó en la pantalla, escuchamos un golpe seco, más fuerte que todos los otros ruidos de antes. El Maestro me miró y el juez de línea declaró doble falta. Federer tenía posibilidades y al otro lado alguien se había caído de la cama. Esperamos tan callados como habíamos estado en todo el partido, pusimos las orejas de nuevo contra el Kama Sutra estampado en la pared. No escuchábamos nada y la curiosidad nos ganó. Cuando empezaba el quinto set fuimos directo a la habitación del lado. 
Detrás de una cortina pesada un carro alemán, más atrás unas escaleras separando el garaje privado de la habitación. Golpeamos. Nadie contestó. Intentamos abrir la puerta, moví el picaporte primero y luego lo intentó el Maestro. La chapa era sencilla, débil y, al probar la llave de nuestra habitación, genérica. Encontramos dos cuerpos desnudos sobre el piso, al parecer inconscientes. Los pies cubiertos por las sábanas que se habían escurrido con ellos. Respiraban una mezcla insoportable de alcohol y cigarrillo. Sobre la mesa un montón de coca y unas rayas listas. Del pantalón en el piso saqué un llavero con el logo flamante del carro. Cuando iba a accionar el botón de la alarma lo pensé mejor. 
“Maestro, póngase las mallas de la señorita”. Me miró muy serio y le aclaré “En la cabeza, no en las piernas”. Cuando la cara se le había desfigurado por el nylon, le dije que se hiciera tras los dormidos. “Si se despiertan, los putea. ¡Quietos malparidos, es la policía y no se muevan”. “Si se voltean se van a dar cuenta que no soy policía”, me respondió. “Al menos no van a pensar que es usted”. “Pero no saben quién soy yo”. “Maestro, deje así”. La alarma hizo un pitido al desbloquearse, pero no los despertó. Mientras el Maestro seguía con unas medias en la cabeza y una almohada entre las manos como silenciador de un arma inexistente, yo revisé todo el carro. Pasamos todo lo que tenían de su baúl al mío. Les robamos la ropa, los zapatos y algunos billetes. Salimos antes de las siete horas, pagamos en efectivo mientras que el portero nos miraba con una sonrisa entre dientes. “Un par de maricas”, pensaría. Para mi mejor, púes ni de chiste nos iba a revisar. Ahora que lo pienso nunca supe quien ganó el partido.