febrero 21, 2016

Bloqueo

Maestro

Quisiera escribirle de mi barrio o de la importancia de los ritos en medio de las rutinas, de las ventajas de salir con mujeres mayores o del problema del porno en HD. Pero no me sale. No logro hilar dos párrafos seguidos de ningún tema. Y hay tantos. 

Quisiera contarle algo más sobre la primera invitación a un matrimonio que recibí esta semana, pero aparte de ser una prueba del paso del tiempo y un golpe a mis diezmadas finanzas, no hay tampoco relevancia en eso. O hablarle de la desaparición de algunos personajes que prometían, la niña con cara de roedor asustado, de mi profesor de tenis alcohólico, del vendedor albino de frutas, de la estudiante de derecho que vende obleas, de la bibliotecaria guapa de la Luis Ángel Arango, pero tampoco puedo. Por más que intento no lo logro.

Quisiera escribirle algo, pero temo que sea muy introspectivo. Usted me confesó que esos textos lo descolocan. Tal vez estoy muy reflexivo y eso sea inservible para la escritura creativa. Tal vez sea el exceso de lecturas teóricas, la comida libre de gluten o las cervezas antes de acostarme. Quizá sea madrugar tanto y todos los días, sea o no día laborable, o el cloro de la piscina que me apesta en las axilas o el cansancio de los músculos por tanto trajín deportivo que me he inventado en mis pocos momentos libres. 

¿Será el exceso de melatonina? ¿Será la falta de cafeína? Debe ser el chocolate procesado, los huevos con arroz en los desayunaderos baratos, el jugo de naranja rendido o los bananos magullados que me sirven de cena. Debe ser el residuo del coco varela en la ropa o el shampoo orgánico de coco para el cabello maltratado. Debe ser que hace un mes no leo una novela o debe ser que se acerca mi cumpleaños. Y eso me molesta, más que deprimirme. Me molesta.

Debe ser que espero que pase rápido ese día, con sus llamadas repetidas en las que mis tías y mis abuelas me encomiendan a la virgen y al señor de los milagros, me preguntan por la novia, por el estudio y por el trabajo. Debe ser que estoy esperando un gran regalo que no llega. Unas medias para jugar tenis, una camiseta blanca genérica o una nueva silla para mi bicicleta. Debe ser que me atormenta el hecho de que los veintes se van acabando y aún no tengo ni barba, ni apartamento ni camioneta. Debe ser que quiero hacer un doctorado en Brasil y dejar embarazada a una estudiante hondureña de pregrado. Y ser atacado por una pandilla en las favelas y morir como académico en cautiverio.

Debe ser un ansia por otra cosa. Esa debe ser la razón del bloqueo, del desespero y del silencio.

Pero todo tiene solución maestro. Un bosque de cocos y una cabaña pagada con dólares.

A menos que encuentren nuestros cadáveres calcinados, en alguna bodega en Puente Aranda. Un avión estrellado, sobre una bodega en donde escribían cuentos para testaferros jóvenes en concursos nacionales. Debe ser eso maestro. Mano, hermano. Debe ser las ganas de morir que todos tenemos en el sótano de la conciencia. Debe ser eso el bloqueo y el silencio. 

febrero 04, 2016

Gilmer

Maestro,

Me cuesta escribirle porque ya el año ha vuelto a empezar. Porque vuelvo a la capital a ejercer las funciones del burócrata cultural y los días se confunden en el paso a paso de esa rutina que se repite, que se repite (¿recuerda a la bailarina de bozo poblado, cabello sucio y vestidos de espalda descubierta?). Mi insomnio ha mutado en una especie de horario geriátrico de sueño. Empiezo a cabecear frente al televisor a las 8:30 de la noche y termino en las cobijas antes de las diez. Sueño con recuerdos distorsionados y me despierto a eso de las cuatro de la mañana, lúcido, más allá de lo recomendado. A esa hora más vale estar confundido sobre la hora, sobre el lugar donde se duerme y dudar sobre la vida después del amanecer. Pero eso a mi no me pasa. Despierto y con el sonido de la calle, con la luz de la noche, sé exactamente qué hora es y cuánto falta para que el sinfín de vivir se dispare otra vez. Se repita.

Los lunes, martes y jueves desayuno cereales con fruta. Los otros dos días mi primera comida consiste en agua con cloro a treinta y dos grados centígrados. No es ninguna receta para adelgazar. Esos dos días trago agua de piscina mientras aprendo a nadar. Junto a doce ancianos comparto tres carriles de una piscina que tiene, en su parte más profunda, un metro con sesenta centímetros. El primer día de clase preguntaron por nuestro historial médico. "¿Operaciones de corazón?" lanzó al alumnado la instructora y Don Justo, un viejo moreno de unos sesenta y cinco años, levantó la mano y mostró parte de su cicatriz, desdibujada bajo el agua, en medio de sus pechos flácidos de bruja africana. "¿Problemas de columna?" Las manos que se levantaron fueron muchas más. Dona Helena, Don Hermes, la Señora Lucía y la señora Marta. Las manos se alzaban sobre las cabezas uniformes con gorros de goma, manifestando problemas de espalda o confesando sus operaciones de rodilla, remplazo de cadera, problemas respiratorios y más. Achaques en una lista que la instructora leía en voz alta. 

Luego fue empezar a zambullirse, desde ese primer día y hasta ahora. Ejercicios que parecen infantiles, pero que van al paso justo que el miedo me permite seguir. El corchito, que es dejarse caer hecho un ovillo para que el agua saque a flote el cuerpo. El delfín, que es saltar haciendo un arco para hundirse y, con el mismo impulso, volver a la superficie. Pataleo, perrito, flechita y flechita para atrás. Todo como una ronda infantil que se repite una y otra vez todas las mañanas para que vayamos, de a poco, enfrentando el temor colectivo a la muerte, al agua entre la nariz y la garganta, en los pulmones, en el estómago. El miedo a la asfixia final. Durante una hora y media dejo de pensar en el sinfín de vivir y pierdo la noción burocrática de las cosas. Ahí la lucha es contra algo más primario. Después de una hora y media mis manos arrugadas se parecen a las de todos los demás, pero no estoy cansado. Lleno de tanta agua tragada, pero liviano. Y sin excepción, después de todas las clases, recuerdo a Gilmer Pacheco. 

Sé que he contado esta historia muchas veces, pero no tengo certeza de haberla escrito nunca. Es difícil porque apenas son fotogramas en una secuencia incompleta. Tenía yo unos seis años, eran casi las seis de la tarde y las luces  del cielo se iban apagando. Mi familia y sus amigos, éramos un grupo de treinta, empacaban las cosas para el viaje de vuelta a casa luego de domingo entero en un balneario. Yo jugaba con un muñeco articulado al borde de la piscina, con mi ropa puesta, exprimiendo los últimos segundos de libertad del paseo. No recuerdo el empujón, recuerdo apenas el golpe contra el agua, el cielo violeta arriba de mi cabeza, mi boca con los sabores metálicos de los químicos de limpieza de la piscina. No nadaba, estaba petrificado por el gesto irracional de violencia de Gilmer Pacheco, mi cuerpo se hacía pesado por la ropa que iba absorbiendo más y mas agua. Creo que perdí el conocimiento o el recuerdo de quién me sacó de la piscina. Después estoy yo escupiendo y tosiendo acostado en el pasto tibio. Luego estoy desnudo, envuelto en una toalla y una cobija en la parte de atrás del bus. Suena música de Pastor López y hay un vapor de anís de los últimos sorbos de aguardiente de los adultos. Tiemblo, un poco por el frío, pero sobre todo por el empujón traicionero. Más que un recuerdo me parece una pesadilla recurrente que soñé anoche. Busco en la red el nombre del niño malcriado, violento, estúpido. Lo veo adulto, con un trabajo, con fotos de su padre y su madre, su hermana y sus abuelos. Lo veo jugar en una piscina, compartir con sus amigos. Y también lo vuelvo a ver, amenazante, peligroso, mortífero. 



Combato a esa cara del terror todas las semanas, cuando hundo mi cabeza en el agua y aguanto la respiración. Abro los ojos y lo veo. Y olvido que soy burócrata cultural, que tengo correos por responder, contratos por firmar, dineros por ejecutar. Nado unos dos o tres metros y vuelvo a la superficie. Tengo temores más grandes que el trabajo que me agobia, que la rutina que se repite. Tomo aire por la boca y vuelvo a empezar.