diciembre 24, 2015

Respuesta a un (otro) cuento de navidad


Abro la puerta de mi apartamento y me recibe ese olor particular, el resultado de la lucha entre la peste del río arzobispo y la lavanda falsa del Fabuloso. Los pisos están limpios, las mesas y los libros sin un rastro de polvo, la loza lavada y seca, las alacenas en orden y las bolsas de basura desocupadas. Antes de entrar al baño me quito los zapatos para no ensuciar. He leído su cuento así que hago el ejercicio de mirarme al espejo y me veo con la piel un poco seca, el cabello despeinado, los brazos flacos y el estómago plano, ni firme ni flácido. Tomo agua de la llave y luego voy a la droguería para hacer unas compras navideñas: condones, gotas para los ojos y una botella grande de acetato de aluminio en crema.

Vuelvo a casa y me reconforta el orden metódico que le he dado a mis cosas. Soy consciente que responde a un problema. Si su obsesión es la pornografía de niñas flacas, de senos pequeños y facciones infantiles, la mía es de ropa organizada por colores y vídeos en alta definición de MILFS en tacones teniendo sexo heterosexual clásico y básico. Somos enfermos usted y yo, sólo que la sociedad prefiere mis síntomas a los suyos, prefieren al hombre flaco, lampiño y con cara de niño que sale con mujeres divorciadas, que al hombre gordo, barbudo y mechudo que busca niñas con el diploma de bachiller recién firmado. Acogen al obsesivo compulsivo que lava su ropa interior a mano con Coco Varela y rechazan al fumador de cigarrillos mentolados que lee poesía chilena y escribe cuentos de escritores fracasados. Prefieren al trabajador de oficina, servidor público, abogado y burócrata de tiempo completo, que al licenciado en literatura, tallerista de escritura y profesor de batería de ven en cuando.

Pero somos lo mismo y estamos igual de enfermos. Sólo que buscamos curas distintas y nuestro sarpullido luce diferente a la distancia.

Es mi primera navidad en soledad después de muchos años. No debería importarme tanto pues este día nunca fue gran cosa en mi casa. No había dinero para regalos, así que todo se reducía a caminar por las calles heladas y, entre la neblina y la pólvora, comer un plato de sancocho o ajiaco de una olla gigante y un fogón mortecino en la mitad de la cuadra. Hoy en mi casa inmaculada sólo hay un banano, dos mandarinas y un tarro completo de nutella. No quiero cocinar para mí solo, no quiero salir a sentarme a un restaurante y escuchar a la colectividad apretada que habla de regalos y trago, así que destapo el frasco, retiro con placer la película dorada que mantiene fresco su contenido y meto los dedos entre la crema de avellanas. Un poco de empalagoso chocolate, un poco de nutritivo banano. Dos mandarinas bien ácidas para quitarme el hastío.

Me lavo las manos, sobre todo los dedos pegajosos de nutella y las uñas negras de chocolate que parece tierra. También parece mierda. Vuelvo a mirarme la cara reseca y me pongo acetato de aluminio en cantidades industriales. Su olor, parecido al del pegante de madera, me marea y me obliga a quitarme las gafas. Debe ser un poco eso y un poco también todo el dulce que acabo de meterme al estómago. Tomo más agua y me acuesto mirando al techo, a esperar que se me pase. Recuerdo la historia que me contaba mi mamá casi todas las navidades. Ella y sus diez hermanos miraban el cielo recostados sobre la hierba, buscaban entre las nubes ligeras de diciembre algún regalo milagroso que cualquier dios lejano dejara caer, por misericordia o generosidad. Ella y sus diez hermanos se quedaban dormidos antes de que algo realmente pasara. Hoy soy yo que mira al cielo raso de mi apartamento perfectamente ordenado, perfectamente vacío. Tengo mareo y quiero vomitar la nutella, los bananos, la mandarina. Así que decido comer algo de verdad, así que decido llamarlo a usted antes suponiéndolo igual de solo para que coma conmigo y alimente su obesidad.

El teléfono timbra y nadie contesta. Le escribo pero no aparece la confirmación de lectura. Busco en mi libreta su teléfono fijo y marco los siete números pero nadie atiende. Vuelvo a leer su cuento y repito esa frase inicial "En esta fecha abundan historias, pero no cuentos". Y vuelvo a llamarlo, a escribirle. No es la primera vez que se ha quedado en silencio, encerrado y sin contestar a nadie. Pero no es tampoco la tercera vez. Recuerdo al personaje, al padre de la hija deshonrada y releo las últimas dos líneas en las que usted vuelve al video porno, en las que suena un disparo, la última en la que llora en silencio, en la que abren la puerta.

Y vuelvo a leer y pienso que no es una historia, que no es un cuento. Salgo de mi casa y voy a buscarlo a usted.


noviembre 09, 2015

Cojear

Maestro,

Le voy a contar una historia de fin de semana. Historia que es muchas historias juntas. Que empieza en la silla de un bus un sábado y termina en otra silla de otro bus, pero el lunes y conmigo llorando.

El primer bus, el del sábado es el que me trae de vuelta desde Yerbabuena luego de mi clase de Estética Sociológica. Cuando subí intenté convencer a una amiga para que se sentara conmigo en la últimas sillas. Ella, ya sentada en la primera fila, mirando hacia fuera de la ventana y con un movimiento de la mano me dijo que no. Yo no insistí y seguí al fondo para sentarme con otro amigo. Sé que se negó y de esa manera porque su papá había estado en un vaivén entre vida y muerte en los últimos meses y ese sábado había estado otra vez mal. Por eso no insistí.

Todo el camino, que se hizo más largo por el tráfico absurdo de esta ciudad, lo aproveché para hablar de cualquier cosa con Pierre. Al llegar al portal norte, ví que Jenny (mi amiga) salió sin despedirse de nadie, llorando en silencio y con las mejillas rojas. Así que inevitablemente terminé hablando con Pierre del papá de Jenny. Y ahí empieza otra historia.

Los papás de Pierre se separaron hace un bien tiempo. Desde entonces el vivió con su mamá mientras su papá hizo otra vida en Girardot. Pero a pesar de la separación la relación continuó en términos de armonía. Es más, cuando el papá venía a Bogotá y debía pasar la noche, lo hacía en algún cuarto de la casa de Pierre. Hace algo más de un mes el papá de Pierre tuvo un accidente en una moto. Las lesiones cerebrales fueron tan graves que ahora el papá de Pierre es un cuerpo, con los ojos abiertos, que respira, que no siente hambre, pero debe alimentarse, que no siente cansancio pero debe moverse para no ampollarse. El papá de Pierre ya no lo es. Es sólo el cuerpo que ha sobrevivido a la muerte de la persona que dejó de existir hace más de un mes de un golpe contra el pavimento. El pavimento tibio de la carretera entre Flandes y Girardot.

Pierre, hasta antes de ese golpe pensó, no por ingenuidad, que no sentía nada por ese hombre que de vez en cuando iba a su casa a pasar la noche, del que su mamá nunca habló mal y, al contrario, en un acto trágico decidió nunca reemplazar. Pero ahora Pierre, y esto me lo decía mientras entrábamos de norte a sur en un bus a Bogotá, siente que dejó muchas cosas sin decir y por más que las diga se las dirá a un cuerpo que, aunque vivo, no puede escucharlas. No sabe escucharlas.

Y pienso en eso y en la tristeza que aguarda a todos, metida entre matorrales que luego, sin pensarlo, toparemos y la vida dará un vuelco, ahora, después, antes o más tarde y todo lo que suponíamos resuelto no lo está.

Pienso eso el fin de semana y sigo pensándolo hasta el lunes.  Antes de subir al bus que, otra vez, me lleva a Bogotá. Me encuentro con una niña que se parece mucho a mi hermana menor. La misma piel morena, el mismo cabello ondulado y los ojos diminutos y oscuros. Camina frente a mi, cojeando. Su pierna derecha es más corta, mucho más corta que su pierna izquierda. Cojea por eso y por el peso de su zapato con la suela gigante que intenta equilibrar su cuerpo, por azar y por genes desequilibrado. Cojea delante mío y luego se detiene, a esperar a una amiga o a descansar simplemente. Se sienta al borde de la pila del parque la Floresta en Zipaquirá y cruza su pierna izquierda, flaca, y más débil, sobre su pierna derecha. Y hay algo de elegancia en ese movimiento, una elegancia inusitada en ese gesto, en ese cuerpo de diez o doce años. Hay una fuerza que ella tiene y que a mi me falta, algo en ese cuerpo diminuto y frágil que me quiebra. Una agudeza contundente. Y me pongo a llorar por la calle, con escasas lágrimas que voy secando de inmediato con mi manga, pero que van haciéndose más pesadas, más notorias. Pienso por un segundo en dejar de caminar y sentarme en algún banco del parque, pero sé que si lo hago empezaré a llorar más fuerte, a llorar con el pecho, con la espalda. Como usted Maestro, que llora y ríe con la misma fuerza. Yo en cambio estoy acostumbrado a este llanto tonto, famélico, que puedo disfrazar de irritación en los ojos, que puedo ignorar como tristeza. Sigo caminando y la calle se me va borrando por las lágrimas y pienso en las tristezas diminutas que me aquejan y que son gigantes. Y en el paso lento de la niña que quizá es feliz porque espera sentada en el borde de la pila a su mejor amiga, con la que juega en los descansos y comparte las tareas. Y subo al bus y sigo llorando, en público, frente a nadie, frente a todos, frente a mi reflejo en el vidrio del bus (¿será que Jenny veía lo mismo el sábado cuando no me miraba?)

Y quiero parar, pero me siento ahogado, sitiado. Y empiezo a escribirle esto, para aliviarme.

¿Debemos llorar más? Maestro, Dígame.

Escribo esto acá porque no sé más dónde. Porque escribirlo es traicionar un poco a Pierre que me ha confiado su historia, a Jenny y su sufrimiento y a mí mismo, que esa es la traición que más duele. Es la traición propia la que, casi siempre, no deja escribir.

¿Debemos traicionarnos más?