Abro la puerta de mi apartamento y me
recibe ese olor particular, el resultado de la lucha entre la peste del río
arzobispo y la lavanda falsa del Fabuloso. Los pisos están limpios, las mesas y
los libros sin un rastro de polvo, la loza lavada y seca, las alacenas en orden
y las bolsas de basura desocupadas. Antes de entrar al baño me quito los
zapatos para no ensuciar. He leído su
cuento así que hago el
ejercicio de mirarme al espejo y me veo con la piel un poco seca, el cabello
despeinado, los brazos flacos y el estómago plano, ni firme ni flácido. Tomo
agua de la llave y luego voy a la droguería para hacer unas compras navideñas:
condones, gotas para los ojos y una botella grande de acetato de aluminio en
crema.
Vuelvo a casa y me reconforta el orden
metódico que le he dado a mis cosas. Soy consciente que responde a un problema.
Si su obsesión es la pornografía de niñas flacas, de senos pequeños y facciones
infantiles, la mía es de ropa organizada por colores y vídeos en alta
definición de MILFS en tacones teniendo sexo heterosexual clásico y básico.
Somos enfermos usted y yo, sólo que la sociedad prefiere mis síntomas a los
suyos, prefieren al hombre flaco, lampiño y con cara de niño que sale con
mujeres divorciadas, que al hombre gordo, barbudo y mechudo que busca niñas con
el diploma de bachiller recién firmado. Acogen al obsesivo compulsivo que lava
su ropa interior a mano con Coco Varela y rechazan al fumador de cigarrillos
mentolados que lee poesía chilena y escribe cuentos de escritores fracasados.
Prefieren al trabajador de oficina, servidor público, abogado y burócrata de
tiempo completo, que al licenciado en literatura, tallerista de escritura y
profesor de batería de ven en cuando.
Pero somos lo mismo y estamos igual de
enfermos. Sólo que buscamos curas distintas y nuestro sarpullido luce diferente
a la distancia.
Es mi primera navidad en soledad después
de muchos años. No debería importarme tanto pues este día nunca fue gran cosa
en mi casa. No había dinero para regalos, así que todo se reducía a caminar por
las calles heladas y, entre la neblina y la pólvora, comer un plato de sancocho
o ajiaco de una olla gigante y un fogón mortecino en la mitad de la cuadra. Hoy
en mi casa inmaculada sólo hay un banano, dos mandarinas y un tarro completo de
nutella. No quiero cocinar para mí solo, no quiero salir a sentarme a un
restaurante y escuchar a la colectividad apretada que habla de regalos y trago,
así que destapo el frasco, retiro con placer la película dorada que mantiene
fresco su contenido y meto los dedos entre la crema de avellanas. Un poco de
empalagoso chocolate, un poco de nutritivo banano. Dos mandarinas bien ácidas
para quitarme el hastío.
Me lavo las manos, sobre todo los dedos
pegajosos de nutella y las uñas negras de chocolate que parece tierra. También
parece mierda. Vuelvo a mirarme la cara reseca y me pongo acetato de aluminio
en cantidades industriales. Su olor, parecido al del pegante de madera, me
marea y me obliga a quitarme las gafas. Debe ser un poco eso y un poco también
todo el dulce que acabo de meterme al estómago. Tomo más agua y me acuesto
mirando al techo, a esperar que se me pase. Recuerdo la historia que me contaba
mi mamá casi todas las navidades. Ella y sus diez hermanos miraban el cielo
recostados sobre la hierba, buscaban entre las nubes ligeras de diciembre algún
regalo milagroso que cualquier dios lejano dejara caer, por misericordia o
generosidad. Ella y sus diez hermanos se quedaban dormidos antes de que algo
realmente pasara. Hoy soy yo que mira al cielo raso de mi apartamento
perfectamente ordenado, perfectamente vacío. Tengo mareo y quiero vomitar la
nutella, los bananos, la mandarina. Así que decido comer algo de verdad, así
que decido llamarlo a usted antes suponiéndolo igual de solo para que coma
conmigo y alimente su obesidad.
El teléfono timbra y nadie contesta. Le
escribo pero no aparece la confirmación de lectura. Busco en mi libreta su
teléfono fijo y marco los siete números pero nadie atiende. Vuelvo a leer su
cuento y repito esa frase inicial "En esta fecha abundan historias, pero
no cuentos". Y vuelvo a llamarlo, a escribirle. No es la primera vez que
se ha quedado en silencio, encerrado y sin contestar a nadie. Pero no es
tampoco la tercera vez. Recuerdo al personaje, al padre de la hija deshonrada y
releo las últimas dos líneas en las que usted vuelve al video porno, en las que
suena un disparo, la última en la que llora en silencio, en la que abren la
puerta.
Y vuelvo a leer y pienso que no es una
historia, que no es un cuento. Salgo de mi casa y voy a buscarlo a usted.