abril 11, 2016

Soliloquios

Maestro,

A veces sus respuestas son tan rápidas que no logro distinguir entre su voz y la míaComo cuando se piensa con ansia y las ideas se estrellan entre la cabeza, confundiendo lo que se pregunta con lo que se concluye, mezclando lo que se cree con lo que se duda. Perdiendo el hilo conductor del pensamiento, haciendo del monólogo interno un diálogo incontrolable y que, algunas veces, lo sorprende a uno mismo, sólo, hablando en la calle mientras camina, mientras la gente busca con vergüenza la mirada propia, y juzga en silencio, con temor, como se juzga a un loco.

Hoy maestro, cuando aún me parece escuchar los golpes desesperados de un padre a su puerta, cuando aún me parece ver su cuerpo cobarde golpeado frente a su casa, me pregunto cómo lo hace. Cómo, a su edad y con su poca paciencia, logra conquistar a tantas señoritas de jardineras mal planchadas, con el ruedo tres centímetros sobre la rodilla, con maquillajes baratos comprados por catálogo a alguna tía, con brillantina en las mejillas rozagantes y las manos firmes e inexpertas. Dígame usted cómo maneja esa indiferencia altanera que les inunda el pecho, cómo aguanta que no sepan qué es una cita, a una hora exacta, en un lugar preciso. Cómo, a esa edad rebelde en la que nada les importa, logra que usted les importe. Cómo saca de esas cabezas aceleradas un momento calmado de reflexión sobre la cama, un segundo en el que aprecien el silencio y una imagen congelada.

Yo nunca he podido. En cambio usted exhala y ya tiene un problema encima. ¿Cómo lo hace?

Es curiosidad legítima, porque a mi me cuesta tanto y nunca lo he logrado, apreciar esas pieles sin accidentes y esas cabezas elevadas. Y prefiero, la verdad, la salinidad que acumula el tiempo sobre los hombros, el olor dulce de la vida tras las orejas, el enredo del tiempo sobre la nuca. Prefiero, se lo juro, el alcohol apenas como un acompañante de la vida, que la locura cáustica del desenfreno juvenil, que la inconexa rabia contra el mundo que apenas va mostrando su cara incomprensible, retadora. Prefiero, maestro, la experiencia que me hable con una voz suave en la mañana, que me acaricie con ternura el pelo en mi cabeza o que ande descalza y por su propia casa, con soltura, con consciencia total de su propio cuerpo. No puedo, no podré, no quiero o eso creo, lidiar con esos cuerpos juveniles, llenos de energía vital que se desborda, que exagera incluso la lujuria que se siente, que exhibe, como triunfos, los excesos de la carne apenas nueva. El estreno desenfrenado del goce.

Y esa es otra pregunta maestro.

Yo, que a usted le he visto fatigado luego de subir las escaleras, quiero saber cómo le hace para seguir el ritmo frenético (creo yo que debe ser frenético) de esas niñas que corren, sin sudar, las dos horas de educación física, que van del parque a la tienda, de la tienda a la casa, caminando y con vino entre la garganta, que hacen recorridos a pie, de la media tarde hasta la noche, que brincan y bailan y juegan todavía rondas de una infancia rezagada. Cómo le aguanta a usted los pulmones, los músculos, los huesos, cómo es que puede llevar a todas esas no vírgenes al éxtasis,  mantenerlas curiosas y apegadas a su colchón que suda nicotina, a su cuarto invadido de columnas de libros, de hojas, de apuntes. Cómo logra encerrarlas tras su puerta, entre sus paredes con afiches y fotos y escarapelas. Cómo hace que bailen al son de sus baladas, que retumban en los parlantes del computador lleno de películas viejas, de música y pornografía. 

O será, y en serio me pregunto, que en diez años, cuando yo alcance o me acerque a su existencia, empezaré a entender qué es amar a una estudiante, aplicada en filosofía, en historia, en lengua castellana. Echada a perder en lógica matemática, en disciplina y en cálculo. Será que a mí también se me aguarán los ojos escuchando esta canción de versos bien escritos, bajo el calor infernal de Santa Marta.  Será que, en una década, seré yo el que, con una cerveza en la mano, me inunde los ojos de nostalgia y desee, sin intermedios, las piernas recién forjadas y la jardinera mal planchada de una estudiante de colegio. Mientras golpean a mi puerta y me esperan para honrar algo que no se ha deshonrado, para patear mis riñones y golpear en el suelo mi propia cobardía.