noviembre 09, 2015

Cojear

Maestro,

Le voy a contar una historia de fin de semana. Historia que es muchas historias juntas. Que empieza en la silla de un bus un sábado y termina en otra silla de otro bus, pero el lunes y conmigo llorando.

El primer bus, el del sábado es el que me trae de vuelta desde Yerbabuena luego de mi clase de Estética Sociológica. Cuando subí intenté convencer a una amiga para que se sentara conmigo en la últimas sillas. Ella, ya sentada en la primera fila, mirando hacia fuera de la ventana y con un movimiento de la mano me dijo que no. Yo no insistí y seguí al fondo para sentarme con otro amigo. Sé que se negó y de esa manera porque su papá había estado en un vaivén entre vida y muerte en los últimos meses y ese sábado había estado otra vez mal. Por eso no insistí.

Todo el camino, que se hizo más largo por el tráfico absurdo de esta ciudad, lo aproveché para hablar de cualquier cosa con Pierre. Al llegar al portal norte, ví que Jenny (mi amiga) salió sin despedirse de nadie, llorando en silencio y con las mejillas rojas. Así que inevitablemente terminé hablando con Pierre del papá de Jenny. Y ahí empieza otra historia.

Los papás de Pierre se separaron hace un bien tiempo. Desde entonces el vivió con su mamá mientras su papá hizo otra vida en Girardot. Pero a pesar de la separación la relación continuó en términos de armonía. Es más, cuando el papá venía a Bogotá y debía pasar la noche, lo hacía en algún cuarto de la casa de Pierre. Hace algo más de un mes el papá de Pierre tuvo un accidente en una moto. Las lesiones cerebrales fueron tan graves que ahora el papá de Pierre es un cuerpo, con los ojos abiertos, que respira, que no siente hambre, pero debe alimentarse, que no siente cansancio pero debe moverse para no ampollarse. El papá de Pierre ya no lo es. Es sólo el cuerpo que ha sobrevivido a la muerte de la persona que dejó de existir hace más de un mes de un golpe contra el pavimento. El pavimento tibio de la carretera entre Flandes y Girardot.

Pierre, hasta antes de ese golpe pensó, no por ingenuidad, que no sentía nada por ese hombre que de vez en cuando iba a su casa a pasar la noche, del que su mamá nunca habló mal y, al contrario, en un acto trágico decidió nunca reemplazar. Pero ahora Pierre, y esto me lo decía mientras entrábamos de norte a sur en un bus a Bogotá, siente que dejó muchas cosas sin decir y por más que las diga se las dirá a un cuerpo que, aunque vivo, no puede escucharlas. No sabe escucharlas.

Y pienso en eso y en la tristeza que aguarda a todos, metida entre matorrales que luego, sin pensarlo, toparemos y la vida dará un vuelco, ahora, después, antes o más tarde y todo lo que suponíamos resuelto no lo está.

Pienso eso el fin de semana y sigo pensándolo hasta el lunes.  Antes de subir al bus que, otra vez, me lleva a Bogotá. Me encuentro con una niña que se parece mucho a mi hermana menor. La misma piel morena, el mismo cabello ondulado y los ojos diminutos y oscuros. Camina frente a mi, cojeando. Su pierna derecha es más corta, mucho más corta que su pierna izquierda. Cojea por eso y por el peso de su zapato con la suela gigante que intenta equilibrar su cuerpo, por azar y por genes desequilibrado. Cojea delante mío y luego se detiene, a esperar a una amiga o a descansar simplemente. Se sienta al borde de la pila del parque la Floresta en Zipaquirá y cruza su pierna izquierda, flaca, y más débil, sobre su pierna derecha. Y hay algo de elegancia en ese movimiento, una elegancia inusitada en ese gesto, en ese cuerpo de diez o doce años. Hay una fuerza que ella tiene y que a mi me falta, algo en ese cuerpo diminuto y frágil que me quiebra. Una agudeza contundente. Y me pongo a llorar por la calle, con escasas lágrimas que voy secando de inmediato con mi manga, pero que van haciéndose más pesadas, más notorias. Pienso por un segundo en dejar de caminar y sentarme en algún banco del parque, pero sé que si lo hago empezaré a llorar más fuerte, a llorar con el pecho, con la espalda. Como usted Maestro, que llora y ríe con la misma fuerza. Yo en cambio estoy acostumbrado a este llanto tonto, famélico, que puedo disfrazar de irritación en los ojos, que puedo ignorar como tristeza. Sigo caminando y la calle se me va borrando por las lágrimas y pienso en las tristezas diminutas que me aquejan y que son gigantes. Y en el paso lento de la niña que quizá es feliz porque espera sentada en el borde de la pila a su mejor amiga, con la que juega en los descansos y comparte las tareas. Y subo al bus y sigo llorando, en público, frente a nadie, frente a todos, frente a mi reflejo en el vidrio del bus (¿será que Jenny veía lo mismo el sábado cuando no me miraba?)

Y quiero parar, pero me siento ahogado, sitiado. Y empiezo a escribirle esto, para aliviarme.

¿Debemos llorar más? Maestro, Dígame.

Escribo esto acá porque no sé más dónde. Porque escribirlo es traicionar un poco a Pierre que me ha confiado su historia, a Jenny y su sufrimiento y a mí mismo, que esa es la traición que más duele. Es la traición propia la que, casi siempre, no deja escribir.

¿Debemos traicionarnos más?