marzo 26, 2016

Mareo

Maestro,

Alguna vez en una posdata mentirosa usted escribió que no le interesaba conocer el mar. No le creí entonces y no le creo ahora. Para mí fue otra manifestación más en esa pose de duro, escéptico y pusilánime que ha vestido desde hace mucho tiempo ¿Desde hace cuánto? Al menos desde que lo conozco y eso fue hace diez años. Una década en la que he visto como endurece cada vez más esa capa exterior que lo arropa y que sólo afloja con alcohol y literatura. Es cierto que fui torpe y cegatón y me costó dar cuenta de eso. Es más, por mucho tiempo admiré esa postura frente al mundo y quise imitarlo. Incluso cuando alguien lo describió a usted como una fruta con una corteza áspera y un interior dulce lo tomé más como un chiste que como una comparación acertada. Usted ha sido un liche (litchi chinensis) todo este tiempo y yo lo había pasado por alto.

Y ahora me da por pensar, siguiendo el juego del psicoanálisis de panadería, que la capa áspera se le fue formando a partir de la muerte de su madre. Lo creo así, lo siento así, porque es cuando habla de ella y de la figura borrosa que es su papá, cuándo empieza a sangrar la pulpa blanca y dulce que le rellena las vísceras. Es atrevido meterme con algo que es para usted sagrado, pero lo pienso y lo digo ahora porque usted también ha sido fundamental en la relación truncada con mi propio padre (y porque además debemos traicionarnos, es nuestro pacto). Debo admitir qué hace diez años tenía en usted puesta una esperanza. Hace diez años creí encontrar en usted la figura que reemplazaría al padre que en mi cabeza se iba destruyendo. Así fue que seguí por mucho tiempo sus enseñanzas, pero de a poco la torta se fue volteando y terminé ejerciendo esa protección paternalista de la que usted mismo habla. Y ahora me asusta que todo quede reducido al juego en el que yo intento convencerlo de algo que no existe y usted me niega algo que me parece evidente.

La primera vez que volé en un avión fue gracias a la literatura. Recuerdo que iba en la silla que da al pasillo y a mi lado estaban dos argentinas de más de cincuenta años, con el cabello teñido y la voz gruesa por tanto cigarrillo. Quería decirles, pues se notaba en su cara que ese no era su primer vuelo, que me dejaran sentar en la ventana. Estaba emocionado entonces y aún puedo recrear esa emoción ahora. A diferencia suya mi padre nunca me llevó al aeropuerto a ver aviones. Yo los veía por la ventana de un bus que me llevaba al cubículo del call center en el que trabajé hace ya un buen tiempo. Pasaba siempre a eso de la 1:30 de la tarde, deseando tener el dinero y el tiempo para desviar mi vida y subir a una de esas cosas gigantes que cruzaban el océano y aterrizaban en lugares con otra luz, otro idioma y otra gente.

Después de ese primer vuelo vinieron muchos más. Es cierto que cada vez me emociona menos un despegue y un aterrizaje, es cierto que ahora pienso que volar es la forma más aburrida de viajar, pero aún me queda el sentir de esa primera vez. La Vida, permítame por favor esta licencia filosófica, es el cúmulo de esos sentires que permanecen. Ahora ¿Qué tiene que ver esto con la capa áspera de la que empecé a hablar hace tres párrafos? Siento que de un tiempo para acá a usted le vienen pasando algunas cosas que deberían valerle como felicidad, pero que en su posición pusilánime y escéptica prefiere negar, para concentrarse en el dolor y la decepción.

Otra cosa que noté, y no sé si son sus años o es que hasta ahora me da por atender con más cuidado a sus palabras, es que usted se ha vuelto una hipérbole andante. En su vida ya no hay punto medio, o está muerto, estallado, asado, roto o no está en lo absoluto. Dice que odia, le fastidia, mataría y patearía caras. Y la verdad creo que eso es otra posdata mentirosa de su vida, pues al final habla un niño asustado que respira un resentimiento profundo por la posibilidad idílica de los otros y que niega, a su vez, sus propias posibilidades. Sólo porque sabe que el idilio oculta un destino trágico, una extinción asegurada.

Tal vez por eso cuando escribí la historia del bungalow en el Pacífico usted me tachó de romántico perdido en el siglo veintiuno. Ahora me pregunto, después de que lo vi reír nervioso como un niño y rezar como un anciano cuando el avión despegaba, luego de verle los ojos abiertos y la boca cerrada frente al ruidoso e inquieto Mar Caribe (que parecía más el Mar Báltico), ¿Va a seguir negándose a eso? ¿Va a seguir desdiciendo de la vida cuando de un tiempo para acá le ha dado un puñado de buenos momentos? ¿La masturbación, el alcohol y su cuarto que apesta cigarrillo seguirán siendo el mundo?



Mis preguntas son estúpidas. Seguro va a seguir haciéndolo, porque lo que yo veo como una negación, es una afirmación de lo que es su vida. Y me asusta porque todo eso que odio en usted son cosas que de usted he aprendido. Son las mismas cosas que yo también repito. Negarme a la felicidad diminuta, qué es el único tamaño de felicidad posible.

Usted dijo -El mar lo pone introspectivo-. 

No es sólo a mí, lo hace con todos. También nos pone infantiles y románticos e irracionales. O es que le parece normal ver adultos corriendo por la playa, sin otro motivo que una huída imaginaria de la noche, una noche gris que iba creciendo a nuestras espaldas, atrás entre la bruma por sobre nuestras cabezas. Adultos corriendo con las piernas estalladas, asadas por el sol, quemadas por los mosquitos. Riendo a carcajadas, con el cuerpo repleto de la felicidad diminuta. El único tamaño de felicidad posible.