enero 20, 2016

Lectura y calentura





El problema con los diálogos es que debemos recomponer la cadencia de las palabras para que lo hablado calce en el ritmo complejo de lo escrito. Todos dicen “no se escribe como se habla” y entonces ¿Cómo hacer para escribir lo hablado? El secreto, Maestro, está en escribir con la naturalidad con la que se habla. Para poder hacer literatura hay que ser capaz de sentarse y hablar un rato largo de la vida. Si no se es capaz de contar un chisme con la suficiente gracia, nunca se podrá tampoco escribir un cuento o una novela. La narrativa debe envolverlo todo. Esa es una de las cuestiones, el cómo contar. Luego viene la otra, el qué contar.

Vuelvo al ejemplo de la historia de la domadora y el Texas Instruments.

Me aturde el hecho de que usted califique toda mi historia como una ficción. Me ofende que además me aconseje concursar en algún certamen literario y que no se decida entre el gusto y el asco por lo que he escrito. Me causa curiosidad que mi referencia, puesta ahí como un señuelo que sólo usted es capaz de morder, sea lo que finalmente desencadenó esa larga conversación y el hueco por el que intentó meterse para destruir, de buenas a primeras, mis fantasías selváticas y sexuales. Pero le voy a decir una cosa, ese computador noventero sonaba como una polilla moribunda y lo sé porque escuché al computador primero y luego al animal en mi cabeza (tal vez no al Texas Instruments de sus recuerdos, pero si a un computador en esa década negra y verde fluorescente). El problema es “cómo lo conté”. Tal vez ese delirio onírico, idílico y tropical le molestó pues desentona con su brumoso páramo capitalino, con su enfermedad de dormir sin sueños. Tal vez le pareció egoísta que en un cuento de novecientas palabras usted sólo fuera una referencia, en todo el sentido de la palabra. Una marca de una compañía fracasada que ahora sólo produce calculadoras de funciones. Tal vez le molestó que le robara esa referencia que sólo usted, por viejo y no por sabio, puede hacer. Se sintió asaltado en su memoria y, peor aún, se dio cuenta que el objeto robado valía muy poco (valor de cambio y no de uso) y había que defenderlo de alguna manera.

O tal vez simplemente fue miedo. Tuvo miedo de que mi historia fuera un desvarío, un desvío sin retorno que me terminaría condenando al silencio. A un silencio parecido al que guardé por tres años y que usted mencionó como un reproche, como una pregunta. ¿Por qué dejé de escribir tres años? No fue sólo la huida, fue algo más. Y para responderle por qué dejé de escribir por tres años debo contarle primero por qué empecé a escribir hace más de diez. Esa es una historia larga y no se la pienso contar toda, no ahora. Pero puedo darle un adelanto.

Hay dos eventos determinantes que me llevaron a escribir. El primero es haber leído a José Saramago, el segundo es haber pretendido el amor de una niña de quince años (yo tenía quince también. Robo sus recuerdos pero no sus filias). Ese primer hecho generó el contenido esencial de mi anhelo, el que no tiene más valía que la de un impulso liberador y catártico cuya mayor relevancia reside en las miasmas de mi patético ser (esa palabra “miasmas” es suya). El segundo es el anhelo superficial de reconocimiento, la necesidad desaforada por atención. O las ganas de amor, que es básicamente lo mismo dicho de otra manera. Quiero ser más didáctico porque esa idea pretenciosa del “contenido esencial y la valía-catarsis-patético-ser” es demasiado. Lo que quiero decir es que la escritura terminó siendo la consecuencia de una necesidad interna y otra externa. La primera despertada por la lectura, la segunda por la calentura. Y mis textos desde entonces fueron básicamente de dos tipos, los que buscaban responder dudas íntimas y los que querían generar duda y curiosidad por intimar en otros (la mayoría eran otras, no nos engañemos).

Dos pulsiones básicas. Siento que me estoy poniendo muy teórico.

El problema es que la mayoría de mis escritos terminaban publicados en la red y es más difícil sostenerle a la cara de los otros mis conflictos internos que mis ganas externas. Nuevamente quiero hacerlo más simple con un ejemplo. Si yo escribo un cuento sobre un personaje que decido llamar “papá”, describo situaciones conflictivas con ese personaje y develo una relación caótica estoy ejerciendo la escritura como “acto de traición”. Y alguien va a pensar, incluso mi papá que nunca navega en internet, que no hay mayor interpretación que el conflicto puro y duro que se describe. Y todo se reduce a “matar al padre” o algún concepto parecido o a un chisme sobre mi familia, aunque la duda personalísima que intento despejar sea otra. Y todo eso en la red, no por ahora. Muchas gracias. Debe ser cobardía lo que me impide hacerlo.

Y luego están los otros textos y el ejemplo en este caso puede ser cualquiera de los cuentos y cuasi-poemas que suman páginas y páginas de pretenciosos coqueteos que ya no se pueden leer acá porque están archivados. En los que se ahonda en una descripción que parece específica pero puede, fácilmente, ser genérica y que permite que cualquier otro (otra) se sienta Personaje y se revuelque en esa idea egoísta y reconfortante de ser contada por alguien más. Una necesidad externa. Sentirse observada, explorada, recordada y puesta en una línea, en un párrafo, en una página. Sentirse deseada y, por eso mismo, desear. Y que eso se repita en un sinfín, en un bucle. Escribo que deseo, para que me deseen para volver a escribir que deseé. Y desear. Una necesidad externa. Y entonces, después de siete años, de escribir más de estos textos que de los otros decidí parar. Callar y concentrarme en huir.

Pero no quiere decir que ahora que me decido hablar voy a escribir sólo grandes historias nacidas desde lo más profundo de mi perturbado ser. También necesito esa dosis mínima de deseo. También quiero, de vez en cuando, hundirme en escenas idílicas que usted condena como ficción y que yo pretendo como realidad. Pasajes en los que el error o la hipérbole o la metáfora van a hacer cargas desbalanceadas que lo desajustan todo. Pero déjeme a mi con mis metáforas que yo lo dejo con sus berrinches.

Ahora que lo pienso bien ¿Despreció tanto mi texto porque no satisfizo esa necesidad externa de ser visto y contado por el otro? ¿Tuvo miedo de desaparecer como personaje o fue un acto egoísta y vanidoso? Porque usted es muy vanidoso. Por eso va al gimnasio y le dice a todos que está muy obeso. Por eso reta a todo el mundo a que adivine su verdadera edad ¿Todavía se siente tan joven como hace unos años? ¿Todavía engaña a las incautas niñas? Dígame Maestro.

¡Hable!

Pd. Todos los senos son redondos al gusto y tienen la firmeza ideal cuando se muerden.