Leí su entrada.
No me gustó. Me pareció que me deja mal parado y que los detalles, los
verdaderos detalles, faltaron. Sé que durante los años en los que impartimos
talleres por todo el altiplano cundiboyacense fuimos insistentes con nuestros
alumnos para alejarlos de esa obsesión estúpida de reflejar palmo a palmo la
realidad y, al mismo tiempo, para desalentarlos en sus utópicos esfuerzos por
crear un mundo imaginario de cabo a rabo. Les decíamos, les insistíamos, que el
secreto de la literatura es combinar con precisión natural los hechos y la
memoria, lo real y lo ficticio, lo que olvidamos y lo que no podemos, aunque
intentemos, quitarnos de la cabeza. Los obligábamos, hasta el punto de hacerlos
llorar, a enfrentarse con sus demonios pasados, a escribir sobre sus padres
fracasados, sus madres sobreprotectoras, sus primos violadores, sus tías
abusivas y sus abuelas ladronas. Los acorralábamos hasta que no podían hacer
más que escribir como posesos sobre esa tarde en la que vieron el cadaver
sanguinolento de su perro aplastado por una buseta, a su abuelo recibiendo un blowjob de la empleada o de su tía haciéndose
la cera en el baño de invitados, con un hilo dental ajustado en los talones, en
los tobillos desvanecidos por la gordura.
Les dijimos, cientos o miles de veces, que
el problema no está en distinguir la realidad de la ficción. El problema está
en la sinceridad, en decirse una verdad mientras se escribe. En mentarse un
madrazo con las palabras, en sentirse un poco incómodo al confesarse, a uno
mismo, lo que le duele, lo que le aflige, lo que le incomoda al levantarse y
enfrentar el mundo. Lo repetimos. ¿Y entonces? ¿Cómo supone que me va a gustar
su respuesta a mi respuesta? Le faltaron los detalles que lo descolocan, que lo
hacen quedar mal parado. Se los voy a recordar.
Usted habla del video porno de la muchacha
deshonrada, de sus jornadas masturbatorias, de su gordura, de su olor a
cigarrillo. Hace pensar a los demás que confiesa a gritos los defectos
insuperables del autor, que de esta manera se conecta desde un estado de
fragilidad con su audiencia, que también fuma, consume grasas artificiales,
azúcar de tercera y pan hojaldrado pagado con monedas. Los hace creer parte de
un grupo imaginario, de una comunidad que se reúne en torno a sus palabras, a
su blog, a sus incontables perfiles en la red, los hace sentir
"identificados". Pero juega con ellos, pues usted ya no fuma tanto,
practica TRX en un gimnasio local y, cuando quiere, llama a alguna amiga
delgada, joven, adinerada, le lee un par de poemas y tiene sexo acompasado y
enternecido en un motel aséptico de la capital. Usted se masturba mucho menos
de lo que dice, pero llora más de lo que confiesa. Ese detalle, por ejemplo, es
una omisión que no le puedo perdonar.
Es cierto que entré a su conjunto, es falso
que utilicé mis encantos. Es cierto que toqué su puerta y, ya adentro, puse una
bolsa de reciclaje en su caneca. Es cierto que ahora consumo mucho más alcohol
que hace dos años, pero es falso que destapé una cerveza para usted. Usted ya
tenía una botella tibia en sus manos, Cajicá Honey de la BBC (también engaña a sus
lectores y les dice que toma Poker). Es cierto que discutimos como esposas
lesbianas que descubren la vacuidad de sus relación luego de que todos aceptan
su unión, es falso que lo invité a jugar Call
of Duty pues ese comentario banal estaría desentonando con el color real de
la escena, con sus ojos enrojecidos de tanto llanto, con su frente sudada y
brillosa por la fiebre que lo aquejaba.
-¡Está delirando!-le grité- Acá no hay
ningún padre vengador.
-Se lo juro-chilló usted- y volvió a
llorar como si estuviera ebrio escuchando Caifanes.
Entré y revisé todo su apartamento, no
había rastro de nadie, ni siquiera del olor penetrante del Old Spice de su papá. Miré por las ventanas hacia los límites del
edificio, del conjunto, de la avenida. No vi ningún hombre con los rasgos
distintivos del padre de la deshonrada, sólo un carro lujosos que no
correspondía al parque automotor que frecuenta esa zona. Volví a la sala, pero
antes vi que en su perfil de Facebook titilaba una conversación en la pantalla.
Estaba intercambiando frases cortas y amañadas con la perforada. Es cierto que
hablamos de ella hace poco, es falso que es rubia. Ese aparente descuido era
una trampa para hacerme creer que le era indiferente, pero sabía que detrás de
ese descuido detallado había algo. Usted la busca a ella porque es, tal vez la
única, que reúne características que terminan por llevarnos al mismo punto.
Cabrón de mierda- lo maldije en mi cabeza-, me importa un culo igual es una
mitómana.
Cuando volví a la sala usted estaba
sentado viendo Home Alone con una cerveza recién destapada. Como
si hubiera olvidado de repente todo.
-No hay nadie, ni acá dentro, ni cerca.
Deje el drama y la joda- le pedí en tono cantaletudo.
-Se equivoca-me respondió-hay alguien pero
no es el padre de la deshonrada. Ese es un personaje apenas. ¿Seguro no nota
nada raro?
-Un carro lujoso en la décima con primera.
Eso es todo.
-Eso es todo, justamente. Son ellos otra
vez y están buscándolo a usted, por aparte.
Y me acordé que la escritura, además de
ser ese ejercicio cuidadoso de entretejer la memoria con el anhelo, con los
hechos, con lo que no podemos recordar es también la posibilidad de traicionar
a los otros. Al padre, a la tía, al abuelo pervertido y a la empleada
necesitada. O simplemente al otro, al prójimo, al próximo. Su respuesta no me
gustó porque aunque pueda parecer una traición patente, es el ocultamiento de
una traición mayor que su público, obeso y masturbador, no sabe ver, no podrá
por ahora entender.
A mí también, con mucha pena, me toca
traicionarlo.
Salí corriendo de su apartamento y,
conociendo su conjunto como lo conozco, salí por la puerta diminuta de atrás,
por la portería que custodia la vigilante De Oro, costeña de piel de cobre, de
nalgas y senos y curvas como el Poporo Quimbaya. Es falso que utilicé mis
encantos para entrar. Es cierto que tuve que usarlos para salir.
Y escapar.