enero 03, 2016

Año nuevo. Vida nueva.

Leí su entrada. No me gustó. Me pareció que me deja mal parado y que los detalles, los verdaderos detalles, faltaron. Sé que durante los años en los que impartimos talleres por todo el altiplano cundiboyacense fuimos insistentes con nuestros alumnos para alejarlos de esa obsesión estúpida de reflejar palmo a palmo la realidad y, al mismo tiempo, para desalentarlos en sus utópicos esfuerzos por crear un mundo imaginario de cabo a rabo. Les decíamos, les insistíamos, que el secreto de la literatura es combinar con precisión natural los hechos y la memoria, lo real y lo ficticio, lo que olvidamos y lo que no podemos, aunque intentemos, quitarnos de la cabeza. Los obligábamos, hasta el punto de hacerlos llorar, a enfrentarse con sus demonios pasados, a escribir sobre sus padres fracasados, sus madres sobreprotectoras, sus primos violadores, sus tías abusivas y sus abuelas ladronas. Los acorralábamos hasta que no podían hacer más que escribir como posesos sobre esa tarde en la que vieron el cadaver sanguinolento de su perro aplastado por una buseta, a su abuelo recibiendo un blowjob de la empleada o de su tía haciéndose la cera en el baño de invitados, con un hilo dental ajustado en los talones, en los tobillos desvanecidos por la gordura.

Les dijimos, cientos o miles de veces, que el problema no está en distinguir la realidad de la ficción. El problema está en la sinceridad, en decirse una verdad mientras se escribe. En mentarse un madrazo con las palabras, en sentirse un poco incómodo al confesarse, a uno mismo, lo que le duele, lo que le aflige, lo que le incomoda al levantarse y enfrentar el mundo. Lo repetimos. ¿Y entonces? ¿Cómo supone que me va a gustar su respuesta a mi respuesta? Le faltaron los detalles que lo descolocan, que lo hacen quedar mal parado. Se los voy a recordar.

Usted habla del video porno de la muchacha deshonrada, de sus jornadas masturbatorias, de su gordura, de su olor a cigarrillo. Hace pensar a los demás que confiesa a gritos los defectos insuperables del autor, que de esta manera se conecta desde un estado de fragilidad con su audiencia, que también fuma, consume grasas artificiales, azúcar de tercera y pan hojaldrado pagado con monedas. Los hace creer parte de un grupo imaginario, de una comunidad que se reúne en torno a sus palabras, a su blog, a sus incontables perfiles en la red, los hace sentir "identificados". Pero juega con ellos, pues usted ya no fuma tanto, practica TRX en un gimnasio local y, cuando quiere, llama a alguna amiga delgada, joven, adinerada, le lee un par de poemas y tiene sexo acompasado y enternecido en un motel aséptico de la capital. Usted se masturba mucho menos de lo que dice, pero llora más de lo que confiesa. Ese detalle, por ejemplo, es una omisión que no le puedo perdonar.

Es cierto que entré a su conjunto, es falso que utilicé mis encantos. Es cierto que toqué su puerta y, ya adentro, puse una bolsa de reciclaje en su caneca. Es cierto que ahora consumo mucho más alcohol que hace dos años, pero es falso que destapé una cerveza para usted. Usted ya tenía una botella tibia en sus manos, Cajicá Honey de la BBC (también engaña a sus lectores y les dice que toma Poker). Es cierto que discutimos como esposas lesbianas que descubren la vacuidad de sus relación luego de que todos aceptan su unión, es falso que lo invité a jugar Call of Duty pues ese comentario banal estaría desentonando con el color real de la escena, con sus ojos enrojecidos de tanto llanto, con su frente sudada y brillosa por la fiebre que lo aquejaba.

-¡Está delirando!-le grité- Acá no hay ningún padre vengador.

-Se lo juro-chilló usted- y volvió a llorar como si estuviera ebrio escuchando Caifanes.

Entré y revisé todo su apartamento, no había rastro de nadie, ni siquiera del olor penetrante del Old Spice de su papá. Miré por las ventanas hacia los límites del edificio, del conjunto, de la avenida. No vi ningún hombre con los rasgos distintivos del padre de la deshonrada, sólo un carro lujosos que no correspondía al parque automotor que frecuenta esa zona. Volví a la sala, pero antes vi que en su perfil de Facebook titilaba una conversación en la pantalla. Estaba intercambiando frases cortas y amañadas con la perforada. Es cierto que hablamos de ella hace poco, es falso que es rubia. Ese aparente descuido era una trampa para hacerme creer que le era indiferente, pero sabía que detrás de ese descuido detallado había algo. Usted la busca a ella porque es, tal vez la única, que reúne características que terminan por llevarnos al mismo punto. Cabrón de mierda- lo maldije en mi cabeza-, me importa un culo igual es una mitómana.

Cuando volví a la sala usted estaba sentado viendo Home Alone con una cerveza recién destapada. Como si hubiera olvidado de repente todo.

-No hay nadie, ni acá dentro, ni cerca. Deje el drama y la joda- le pedí en tono cantaletudo.

-Se equivoca-me respondió-hay alguien pero no es el padre de la deshonrada. Ese es un personaje apenas. ¿Seguro no nota nada raro?

-Un carro lujoso en la décima con primera. Eso es todo.

-Eso es todo, justamente. Son ellos otra vez y están buscándolo a usted, por aparte.

Y me acordé que la escritura, además de ser ese ejercicio cuidadoso de entretejer la memoria con el anhelo, con los hechos, con lo que no podemos recordar es también la posibilidad de traicionar a los otros. Al padre, a la tía, al abuelo pervertido y a la empleada necesitada. O simplemente al otro, al prójimo, al próximo. Su respuesta no me gustó porque aunque pueda parecer una traición patente, es el ocultamiento de una traición mayor que su público, obeso y masturbador, no sabe ver, no podrá por ahora entender.

A mí también, con mucha pena, me toca traicionarlo.

Salí corriendo de su apartamento y, conociendo su conjunto como lo conozco, salí por la puerta diminuta de atrás, por la portería que custodia la vigilante De Oro, costeña de piel de cobre, de nalgas y senos y curvas como el Poporo Quimbaya. Es falso que utilicé mis encantos para entrar. Es cierto que tuve que usarlos para salir.

Y escapar.