abril 11, 2016

Soliloquios

Maestro,

A veces sus respuestas son tan rápidas que no logro distinguir entre su voz y la míaComo cuando se piensa con ansia y las ideas se estrellan entre la cabeza, confundiendo lo que se pregunta con lo que se concluye, mezclando lo que se cree con lo que se duda. Perdiendo el hilo conductor del pensamiento, haciendo del monólogo interno un diálogo incontrolable y que, algunas veces, lo sorprende a uno mismo, sólo, hablando en la calle mientras camina, mientras la gente busca con vergüenza la mirada propia, y juzga en silencio, con temor, como se juzga a un loco.

Hoy maestro, cuando aún me parece escuchar los golpes desesperados de un padre a su puerta, cuando aún me parece ver su cuerpo cobarde golpeado frente a su casa, me pregunto cómo lo hace. Cómo, a su edad y con su poca paciencia, logra conquistar a tantas señoritas de jardineras mal planchadas, con el ruedo tres centímetros sobre la rodilla, con maquillajes baratos comprados por catálogo a alguna tía, con brillantina en las mejillas rozagantes y las manos firmes e inexpertas. Dígame usted cómo maneja esa indiferencia altanera que les inunda el pecho, cómo aguanta que no sepan qué es una cita, a una hora exacta, en un lugar preciso. Cómo, a esa edad rebelde en la que nada les importa, logra que usted les importe. Cómo saca de esas cabezas aceleradas un momento calmado de reflexión sobre la cama, un segundo en el que aprecien el silencio y una imagen congelada.

Yo nunca he podido. En cambio usted exhala y ya tiene un problema encima. ¿Cómo lo hace?

Es curiosidad legítima, porque a mi me cuesta tanto y nunca lo he logrado, apreciar esas pieles sin accidentes y esas cabezas elevadas. Y prefiero, la verdad, la salinidad que acumula el tiempo sobre los hombros, el olor dulce de la vida tras las orejas, el enredo del tiempo sobre la nuca. Prefiero, se lo juro, el alcohol apenas como un acompañante de la vida, que la locura cáustica del desenfreno juvenil, que la inconexa rabia contra el mundo que apenas va mostrando su cara incomprensible, retadora. Prefiero, maestro, la experiencia que me hable con una voz suave en la mañana, que me acaricie con ternura el pelo en mi cabeza o que ande descalza y por su propia casa, con soltura, con consciencia total de su propio cuerpo. No puedo, no podré, no quiero o eso creo, lidiar con esos cuerpos juveniles, llenos de energía vital que se desborda, que exagera incluso la lujuria que se siente, que exhibe, como triunfos, los excesos de la carne apenas nueva. El estreno desenfrenado del goce.

Y esa es otra pregunta maestro.

Yo, que a usted le he visto fatigado luego de subir las escaleras, quiero saber cómo le hace para seguir el ritmo frenético (creo yo que debe ser frenético) de esas niñas que corren, sin sudar, las dos horas de educación física, que van del parque a la tienda, de la tienda a la casa, caminando y con vino entre la garganta, que hacen recorridos a pie, de la media tarde hasta la noche, que brincan y bailan y juegan todavía rondas de una infancia rezagada. Cómo le aguanta a usted los pulmones, los músculos, los huesos, cómo es que puede llevar a todas esas no vírgenes al éxtasis,  mantenerlas curiosas y apegadas a su colchón que suda nicotina, a su cuarto invadido de columnas de libros, de hojas, de apuntes. Cómo logra encerrarlas tras su puerta, entre sus paredes con afiches y fotos y escarapelas. Cómo hace que bailen al son de sus baladas, que retumban en los parlantes del computador lleno de películas viejas, de música y pornografía. 

O será, y en serio me pregunto, que en diez años, cuando yo alcance o me acerque a su existencia, empezaré a entender qué es amar a una estudiante, aplicada en filosofía, en historia, en lengua castellana. Echada a perder en lógica matemática, en disciplina y en cálculo. Será que a mí también se me aguarán los ojos escuchando esta canción de versos bien escritos, bajo el calor infernal de Santa Marta.  Será que, en una década, seré yo el que, con una cerveza en la mano, me inunde los ojos de nostalgia y desee, sin intermedios, las piernas recién forjadas y la jardinera mal planchada de una estudiante de colegio. Mientras golpean a mi puerta y me esperan para honrar algo que no se ha deshonrado, para patear mis riñones y golpear en el suelo mi propia cobardía.

marzo 26, 2016

Mareo

Maestro,

Alguna vez en una posdata mentirosa usted escribió que no le interesaba conocer el mar. No le creí entonces y no le creo ahora. Para mí fue otra manifestación más en esa pose de duro, escéptico y pusilánime que ha vestido desde hace mucho tiempo ¿Desde hace cuánto? Al menos desde que lo conozco y eso fue hace diez años. Una década en la que he visto como endurece cada vez más esa capa exterior que lo arropa y que sólo afloja con alcohol y literatura. Es cierto que fui torpe y cegatón y me costó dar cuenta de eso. Es más, por mucho tiempo admiré esa postura frente al mundo y quise imitarlo. Incluso cuando alguien lo describió a usted como una fruta con una corteza áspera y un interior dulce lo tomé más como un chiste que como una comparación acertada. Usted ha sido un liche (litchi chinensis) todo este tiempo y yo lo había pasado por alto.

Y ahora me da por pensar, siguiendo el juego del psicoanálisis de panadería, que la capa áspera se le fue formando a partir de la muerte de su madre. Lo creo así, lo siento así, porque es cuando habla de ella y de la figura borrosa que es su papá, cuándo empieza a sangrar la pulpa blanca y dulce que le rellena las vísceras. Es atrevido meterme con algo que es para usted sagrado, pero lo pienso y lo digo ahora porque usted también ha sido fundamental en la relación truncada con mi propio padre (y porque además debemos traicionarnos, es nuestro pacto). Debo admitir qué hace diez años tenía en usted puesta una esperanza. Hace diez años creí encontrar en usted la figura que reemplazaría al padre que en mi cabeza se iba destruyendo. Así fue que seguí por mucho tiempo sus enseñanzas, pero de a poco la torta se fue volteando y terminé ejerciendo esa protección paternalista de la que usted mismo habla. Y ahora me asusta que todo quede reducido al juego en el que yo intento convencerlo de algo que no existe y usted me niega algo que me parece evidente.

La primera vez que volé en un avión fue gracias a la literatura. Recuerdo que iba en la silla que da al pasillo y a mi lado estaban dos argentinas de más de cincuenta años, con el cabello teñido y la voz gruesa por tanto cigarrillo. Quería decirles, pues se notaba en su cara que ese no era su primer vuelo, que me dejaran sentar en la ventana. Estaba emocionado entonces y aún puedo recrear esa emoción ahora. A diferencia suya mi padre nunca me llevó al aeropuerto a ver aviones. Yo los veía por la ventana de un bus que me llevaba al cubículo del call center en el que trabajé hace ya un buen tiempo. Pasaba siempre a eso de la 1:30 de la tarde, deseando tener el dinero y el tiempo para desviar mi vida y subir a una de esas cosas gigantes que cruzaban el océano y aterrizaban en lugares con otra luz, otro idioma y otra gente.

Después de ese primer vuelo vinieron muchos más. Es cierto que cada vez me emociona menos un despegue y un aterrizaje, es cierto que ahora pienso que volar es la forma más aburrida de viajar, pero aún me queda el sentir de esa primera vez. La Vida, permítame por favor esta licencia filosófica, es el cúmulo de esos sentires que permanecen. Ahora ¿Qué tiene que ver esto con la capa áspera de la que empecé a hablar hace tres párrafos? Siento que de un tiempo para acá a usted le vienen pasando algunas cosas que deberían valerle como felicidad, pero que en su posición pusilánime y escéptica prefiere negar, para concentrarse en el dolor y la decepción.

Otra cosa que noté, y no sé si son sus años o es que hasta ahora me da por atender con más cuidado a sus palabras, es que usted se ha vuelto una hipérbole andante. En su vida ya no hay punto medio, o está muerto, estallado, asado, roto o no está en lo absoluto. Dice que odia, le fastidia, mataría y patearía caras. Y la verdad creo que eso es otra posdata mentirosa de su vida, pues al final habla un niño asustado que respira un resentimiento profundo por la posibilidad idílica de los otros y que niega, a su vez, sus propias posibilidades. Sólo porque sabe que el idilio oculta un destino trágico, una extinción asegurada.

Tal vez por eso cuando escribí la historia del bungalow en el Pacífico usted me tachó de romántico perdido en el siglo veintiuno. Ahora me pregunto, después de que lo vi reír nervioso como un niño y rezar como un anciano cuando el avión despegaba, luego de verle los ojos abiertos y la boca cerrada frente al ruidoso e inquieto Mar Caribe (que parecía más el Mar Báltico), ¿Va a seguir negándose a eso? ¿Va a seguir desdiciendo de la vida cuando de un tiempo para acá le ha dado un puñado de buenos momentos? ¿La masturbación, el alcohol y su cuarto que apesta cigarrillo seguirán siendo el mundo?



Mis preguntas son estúpidas. Seguro va a seguir haciéndolo, porque lo que yo veo como una negación, es una afirmación de lo que es su vida. Y me asusta porque todo eso que odio en usted son cosas que de usted he aprendido. Son las mismas cosas que yo también repito. Negarme a la felicidad diminuta, qué es el único tamaño de felicidad posible.

Usted dijo -El mar lo pone introspectivo-. 

No es sólo a mí, lo hace con todos. También nos pone infantiles y románticos e irracionales. O es que le parece normal ver adultos corriendo por la playa, sin otro motivo que una huída imaginaria de la noche, una noche gris que iba creciendo a nuestras espaldas, atrás entre la bruma por sobre nuestras cabezas. Adultos corriendo con las piernas estalladas, asadas por el sol, quemadas por los mosquitos. Riendo a carcajadas, con el cuerpo repleto de la felicidad diminuta. El único tamaño de felicidad posible.


marzo 02, 2016

Regular

Maestro,

Despierto todos los días a las 4:30. Duermo seis horas que equivalen a cuatro ciclos de sueño exactos. Lo mejor que puedo hacer al despertar es sacar las cobijas de mi cama y ponerlas a airear en la sala. Sentarme en la cama desnuda y, aprovechando el frío de la madrugada, leer. Si dudo un segundo y me enredo en las cobijas, todo el día se me puede desbaratar. Como ayer.

Ayer desperté a la misma hora pero leí arropado con la colcha y arrellanado entre los almohadones. Después de dos capítulos de Rosalba, y estimulado por el olor del libro que tiene 98 años sobre este planeta, volví a agarrar modorra. Apagué la luz y esperé a quedar otra vez dormido. Como no conciliaba el sueño rápido decidí aplicar el método primate: Una paja para dormir. Una paja rápida apenas inspirada por algún recuerdo fugaz de un pezón rosado o unos talones suaves o unas piernas pálidas y generosas.

Pensé que el método primate había fallado pues soñé que me levantaba para llevar las cobijas envueltas a la sala. Cuando llegué vi el espacio invadido de televisores. Al no encontrar lugar donde extender mis sábanas empecé a maldecir mi suerte y quejarme por esa mala costumbre de mis hermanas de recibir objetos viejos e inservibles. Empecé a examinar los televisores empolvados y encontré el Sony Triniton de mi infancia. Ahí sospeché que estaba soñando. Para salir de la duda empecé a saltar y así probar mis acostumbradas habilidades de vuelo onírico y aunque no me elevé en un planear constante, sí pude saltar hasta tocar el techo con mi espalda. Lo seguí haciendo, como una cometa que sube y baja esperando la corriente cálida ascendente, y luego de un rato saltando logré romper las rejas del techo del patio como si fueran cintas de papel viejo.

Y empecé a volar, confirmando que todo era un sueño, desde el cielo vi paisajes oníricos repetitivos. Entre esas imágenes apareció mi barrio (que en mis sueños siempre es como era hace trece años, cuando yo tenía catorce o quince y mi deseo sexual adolescente estaba más arrebatado). Bajé con cuidado, como lo haría un buitre con el buche lleno, y consciente de estar soñando toqué a la puerta de Paola, mi vecina y compañera de colegio. Salió ella a abrirme, en su versión (su mejor versión) también adolescente, joven, de carnes firmes, pecas rosadas y cabello negro y largo. Si para algo sirve un sueño lúcido es para volar y tener sexo, así que procedí sin muchos cuidados ceremoniosos y luego de consumado el acto (consumado es un decir porque nunca me ha llegado un orgasmo en un sueño) decidí seguir planeando y buscando nuevos cuerpos.

Encontré una mujer delgada, de senos diminutos, desnuda de la cintura para arriba, de pelo rubio y muy corto. Empecé a besar sus pezones pequeños y alguien empezó a gritar, para interrumpirnos, que ella no tenía senos sino tetillas. Intenté no hacer caso y más bien procedí a desabrocharle el pantalón a la blonda y empecé, con mucho gusto, a hacerle sexo oral. Al principio sentía mi lengua hundirse en las lubricidades abundantes de su entrepierna, pero luego de un tiempo noté que la humedad disminuía gradualmente, dramáticamente, así hasta desaparecer y hacer del contacto con mi lengua algo seco y áspero. Abrí los ojos y me alejé un poco para ver qué estaba pasando y en vez de encontrar un sexo abierto y seco vi una toalla con una etiqueta bordada que decía "Regular". La toalla estaba doblada de una manera muy particular, formando un cajón. Tenía en sus bordes un remate en satín azul, como las toallas de los bebés. Dudé, y todavía lo hago, si el "regular" era inglés, para etiquetar mi performance como algo genérico, usual; o si era español y era una sugerencia para medir mi ritmo, para ajustar la cadencia del cunnilingus. Ahí desperté.

Aún con sueño miré el reloj y ya era tarde para todo. Para llegar a tiempo a natación, para cruzar miradas con la estudiante de ojos negros y cabello desordenado que camina siempre por la 53 con 50, para leer otro capítulo de Rosalba antes de entrar a la piscina, para doblar la ropa en el casillero y apilarla en el orden preciso en el que la necesito luego, cuando vuelvo a vestirme. Tarde Maestro, incluso para responder su carta anterior. Tarde para formular una pregunta e invitarlo a que me escriba nuevamente.

Maestro ¿recuerda cuál era el porcentaje de realidad autobiográfica que debe tener un texto de ficción? Ese chiste lo contaba Juan David en sus clases. Le pregunto porque quiero sacar de dudas a algunos lectores. Si mano, tenemos lectores. 

febrero 21, 2016

Bloqueo

Maestro

Quisiera escribirle de mi barrio o de la importancia de los ritos en medio de las rutinas, de las ventajas de salir con mujeres mayores o del problema del porno en HD. Pero no me sale. No logro hilar dos párrafos seguidos de ningún tema. Y hay tantos. 

Quisiera contarle algo más sobre la primera invitación a un matrimonio que recibí esta semana, pero aparte de ser una prueba del paso del tiempo y un golpe a mis diezmadas finanzas, no hay tampoco relevancia en eso. O hablarle de la desaparición de algunos personajes que prometían, la niña con cara de roedor asustado, de mi profesor de tenis alcohólico, del vendedor albino de frutas, de la estudiante de derecho que vende obleas, de la bibliotecaria guapa de la Luis Ángel Arango, pero tampoco puedo. Por más que intento no lo logro.

Quisiera escribirle algo, pero temo que sea muy introspectivo. Usted me confesó que esos textos lo descolocan. Tal vez estoy muy reflexivo y eso sea inservible para la escritura creativa. Tal vez sea el exceso de lecturas teóricas, la comida libre de gluten o las cervezas antes de acostarme. Quizá sea madrugar tanto y todos los días, sea o no día laborable, o el cloro de la piscina que me apesta en las axilas o el cansancio de los músculos por tanto trajín deportivo que me he inventado en mis pocos momentos libres. 

¿Será el exceso de melatonina? ¿Será la falta de cafeína? Debe ser el chocolate procesado, los huevos con arroz en los desayunaderos baratos, el jugo de naranja rendido o los bananos magullados que me sirven de cena. Debe ser el residuo del coco varela en la ropa o el shampoo orgánico de coco para el cabello maltratado. Debe ser que hace un mes no leo una novela o debe ser que se acerca mi cumpleaños. Y eso me molesta, más que deprimirme. Me molesta.

Debe ser que espero que pase rápido ese día, con sus llamadas repetidas en las que mis tías y mis abuelas me encomiendan a la virgen y al señor de los milagros, me preguntan por la novia, por el estudio y por el trabajo. Debe ser que estoy esperando un gran regalo que no llega. Unas medias para jugar tenis, una camiseta blanca genérica o una nueva silla para mi bicicleta. Debe ser que me atormenta el hecho de que los veintes se van acabando y aún no tengo ni barba, ni apartamento ni camioneta. Debe ser que quiero hacer un doctorado en Brasil y dejar embarazada a una estudiante hondureña de pregrado. Y ser atacado por una pandilla en las favelas y morir como académico en cautiverio.

Debe ser un ansia por otra cosa. Esa debe ser la razón del bloqueo, del desespero y del silencio.

Pero todo tiene solución maestro. Un bosque de cocos y una cabaña pagada con dólares.

A menos que encuentren nuestros cadáveres calcinados, en alguna bodega en Puente Aranda. Un avión estrellado, sobre una bodega en donde escribían cuentos para testaferros jóvenes en concursos nacionales. Debe ser eso maestro. Mano, hermano. Debe ser las ganas de morir que todos tenemos en el sótano de la conciencia. Debe ser eso el bloqueo y el silencio. 

febrero 04, 2016

Gilmer

Maestro,

Me cuesta escribirle porque ya el año ha vuelto a empezar. Porque vuelvo a la capital a ejercer las funciones del burócrata cultural y los días se confunden en el paso a paso de esa rutina que se repite, que se repite (¿recuerda a la bailarina de bozo poblado, cabello sucio y vestidos de espalda descubierta?). Mi insomnio ha mutado en una especie de horario geriátrico de sueño. Empiezo a cabecear frente al televisor a las 8:30 de la noche y termino en las cobijas antes de las diez. Sueño con recuerdos distorsionados y me despierto a eso de las cuatro de la mañana, lúcido, más allá de lo recomendado. A esa hora más vale estar confundido sobre la hora, sobre el lugar donde se duerme y dudar sobre la vida después del amanecer. Pero eso a mi no me pasa. Despierto y con el sonido de la calle, con la luz de la noche, sé exactamente qué hora es y cuánto falta para que el sinfín de vivir se dispare otra vez. Se repita.

Los lunes, martes y jueves desayuno cereales con fruta. Los otros dos días mi primera comida consiste en agua con cloro a treinta y dos grados centígrados. No es ninguna receta para adelgazar. Esos dos días trago agua de piscina mientras aprendo a nadar. Junto a doce ancianos comparto tres carriles de una piscina que tiene, en su parte más profunda, un metro con sesenta centímetros. El primer día de clase preguntaron por nuestro historial médico. "¿Operaciones de corazón?" lanzó al alumnado la instructora y Don Justo, un viejo moreno de unos sesenta y cinco años, levantó la mano y mostró parte de su cicatriz, desdibujada bajo el agua, en medio de sus pechos flácidos de bruja africana. "¿Problemas de columna?" Las manos que se levantaron fueron muchas más. Dona Helena, Don Hermes, la Señora Lucía y la señora Marta. Las manos se alzaban sobre las cabezas uniformes con gorros de goma, manifestando problemas de espalda o confesando sus operaciones de rodilla, remplazo de cadera, problemas respiratorios y más. Achaques en una lista que la instructora leía en voz alta. 

Luego fue empezar a zambullirse, desde ese primer día y hasta ahora. Ejercicios que parecen infantiles, pero que van al paso justo que el miedo me permite seguir. El corchito, que es dejarse caer hecho un ovillo para que el agua saque a flote el cuerpo. El delfín, que es saltar haciendo un arco para hundirse y, con el mismo impulso, volver a la superficie. Pataleo, perrito, flechita y flechita para atrás. Todo como una ronda infantil que se repite una y otra vez todas las mañanas para que vayamos, de a poco, enfrentando el temor colectivo a la muerte, al agua entre la nariz y la garganta, en los pulmones, en el estómago. El miedo a la asfixia final. Durante una hora y media dejo de pensar en el sinfín de vivir y pierdo la noción burocrática de las cosas. Ahí la lucha es contra algo más primario. Después de una hora y media mis manos arrugadas se parecen a las de todos los demás, pero no estoy cansado. Lleno de tanta agua tragada, pero liviano. Y sin excepción, después de todas las clases, recuerdo a Gilmer Pacheco. 

Sé que he contado esta historia muchas veces, pero no tengo certeza de haberla escrito nunca. Es difícil porque apenas son fotogramas en una secuencia incompleta. Tenía yo unos seis años, eran casi las seis de la tarde y las luces  del cielo se iban apagando. Mi familia y sus amigos, éramos un grupo de treinta, empacaban las cosas para el viaje de vuelta a casa luego de domingo entero en un balneario. Yo jugaba con un muñeco articulado al borde de la piscina, con mi ropa puesta, exprimiendo los últimos segundos de libertad del paseo. No recuerdo el empujón, recuerdo apenas el golpe contra el agua, el cielo violeta arriba de mi cabeza, mi boca con los sabores metálicos de los químicos de limpieza de la piscina. No nadaba, estaba petrificado por el gesto irracional de violencia de Gilmer Pacheco, mi cuerpo se hacía pesado por la ropa que iba absorbiendo más y mas agua. Creo que perdí el conocimiento o el recuerdo de quién me sacó de la piscina. Después estoy yo escupiendo y tosiendo acostado en el pasto tibio. Luego estoy desnudo, envuelto en una toalla y una cobija en la parte de atrás del bus. Suena música de Pastor López y hay un vapor de anís de los últimos sorbos de aguardiente de los adultos. Tiemblo, un poco por el frío, pero sobre todo por el empujón traicionero. Más que un recuerdo me parece una pesadilla recurrente que soñé anoche. Busco en la red el nombre del niño malcriado, violento, estúpido. Lo veo adulto, con un trabajo, con fotos de su padre y su madre, su hermana y sus abuelos. Lo veo jugar en una piscina, compartir con sus amigos. Y también lo vuelvo a ver, amenazante, peligroso, mortífero. 



Combato a esa cara del terror todas las semanas, cuando hundo mi cabeza en el agua y aguanto la respiración. Abro los ojos y lo veo. Y olvido que soy burócrata cultural, que tengo correos por responder, contratos por firmar, dineros por ejecutar. Nado unos dos o tres metros y vuelvo a la superficie. Tengo temores más grandes que el trabajo que me agobia, que la rutina que se repite. Tomo aire por la boca y vuelvo a empezar.

enero 20, 2016

Lectura y calentura





El problema con los diálogos es que debemos recomponer la cadencia de las palabras para que lo hablado calce en el ritmo complejo de lo escrito. Todos dicen “no se escribe como se habla” y entonces ¿Cómo hacer para escribir lo hablado? El secreto, Maestro, está en escribir con la naturalidad con la que se habla. Para poder hacer literatura hay que ser capaz de sentarse y hablar un rato largo de la vida. Si no se es capaz de contar un chisme con la suficiente gracia, nunca se podrá tampoco escribir un cuento o una novela. La narrativa debe envolverlo todo. Esa es una de las cuestiones, el cómo contar. Luego viene la otra, el qué contar.

Vuelvo al ejemplo de la historia de la domadora y el Texas Instruments.

Me aturde el hecho de que usted califique toda mi historia como una ficción. Me ofende que además me aconseje concursar en algún certamen literario y que no se decida entre el gusto y el asco por lo que he escrito. Me causa curiosidad que mi referencia, puesta ahí como un señuelo que sólo usted es capaz de morder, sea lo que finalmente desencadenó esa larga conversación y el hueco por el que intentó meterse para destruir, de buenas a primeras, mis fantasías selváticas y sexuales. Pero le voy a decir una cosa, ese computador noventero sonaba como una polilla moribunda y lo sé porque escuché al computador primero y luego al animal en mi cabeza (tal vez no al Texas Instruments de sus recuerdos, pero si a un computador en esa década negra y verde fluorescente). El problema es “cómo lo conté”. Tal vez ese delirio onírico, idílico y tropical le molestó pues desentona con su brumoso páramo capitalino, con su enfermedad de dormir sin sueños. Tal vez le pareció egoísta que en un cuento de novecientas palabras usted sólo fuera una referencia, en todo el sentido de la palabra. Una marca de una compañía fracasada que ahora sólo produce calculadoras de funciones. Tal vez le molestó que le robara esa referencia que sólo usted, por viejo y no por sabio, puede hacer. Se sintió asaltado en su memoria y, peor aún, se dio cuenta que el objeto robado valía muy poco (valor de cambio y no de uso) y había que defenderlo de alguna manera.

O tal vez simplemente fue miedo. Tuvo miedo de que mi historia fuera un desvarío, un desvío sin retorno que me terminaría condenando al silencio. A un silencio parecido al que guardé por tres años y que usted mencionó como un reproche, como una pregunta. ¿Por qué dejé de escribir tres años? No fue sólo la huida, fue algo más. Y para responderle por qué dejé de escribir por tres años debo contarle primero por qué empecé a escribir hace más de diez. Esa es una historia larga y no se la pienso contar toda, no ahora. Pero puedo darle un adelanto.

Hay dos eventos determinantes que me llevaron a escribir. El primero es haber leído a José Saramago, el segundo es haber pretendido el amor de una niña de quince años (yo tenía quince también. Robo sus recuerdos pero no sus filias). Ese primer hecho generó el contenido esencial de mi anhelo, el que no tiene más valía que la de un impulso liberador y catártico cuya mayor relevancia reside en las miasmas de mi patético ser (esa palabra “miasmas” es suya). El segundo es el anhelo superficial de reconocimiento, la necesidad desaforada por atención. O las ganas de amor, que es básicamente lo mismo dicho de otra manera. Quiero ser más didáctico porque esa idea pretenciosa del “contenido esencial y la valía-catarsis-patético-ser” es demasiado. Lo que quiero decir es que la escritura terminó siendo la consecuencia de una necesidad interna y otra externa. La primera despertada por la lectura, la segunda por la calentura. Y mis textos desde entonces fueron básicamente de dos tipos, los que buscaban responder dudas íntimas y los que querían generar duda y curiosidad por intimar en otros (la mayoría eran otras, no nos engañemos).

Dos pulsiones básicas. Siento que me estoy poniendo muy teórico.

El problema es que la mayoría de mis escritos terminaban publicados en la red y es más difícil sostenerle a la cara de los otros mis conflictos internos que mis ganas externas. Nuevamente quiero hacerlo más simple con un ejemplo. Si yo escribo un cuento sobre un personaje que decido llamar “papá”, describo situaciones conflictivas con ese personaje y develo una relación caótica estoy ejerciendo la escritura como “acto de traición”. Y alguien va a pensar, incluso mi papá que nunca navega en internet, que no hay mayor interpretación que el conflicto puro y duro que se describe. Y todo se reduce a “matar al padre” o algún concepto parecido o a un chisme sobre mi familia, aunque la duda personalísima que intento despejar sea otra. Y todo eso en la red, no por ahora. Muchas gracias. Debe ser cobardía lo que me impide hacerlo.

Y luego están los otros textos y el ejemplo en este caso puede ser cualquiera de los cuentos y cuasi-poemas que suman páginas y páginas de pretenciosos coqueteos que ya no se pueden leer acá porque están archivados. En los que se ahonda en una descripción que parece específica pero puede, fácilmente, ser genérica y que permite que cualquier otro (otra) se sienta Personaje y se revuelque en esa idea egoísta y reconfortante de ser contada por alguien más. Una necesidad externa. Sentirse observada, explorada, recordada y puesta en una línea, en un párrafo, en una página. Sentirse deseada y, por eso mismo, desear. Y que eso se repita en un sinfín, en un bucle. Escribo que deseo, para que me deseen para volver a escribir que deseé. Y desear. Una necesidad externa. Y entonces, después de siete años, de escribir más de estos textos que de los otros decidí parar. Callar y concentrarme en huir.

Pero no quiere decir que ahora que me decido hablar voy a escribir sólo grandes historias nacidas desde lo más profundo de mi perturbado ser. También necesito esa dosis mínima de deseo. También quiero, de vez en cuando, hundirme en escenas idílicas que usted condena como ficción y que yo pretendo como realidad. Pasajes en los que el error o la hipérbole o la metáfora van a hacer cargas desbalanceadas que lo desajustan todo. Pero déjeme a mi con mis metáforas que yo lo dejo con sus berrinches.

Ahora que lo pienso bien ¿Despreció tanto mi texto porque no satisfizo esa necesidad externa de ser visto y contado por el otro? ¿Tuvo miedo de desaparecer como personaje o fue un acto egoísta y vanidoso? Porque usted es muy vanidoso. Por eso va al gimnasio y le dice a todos que está muy obeso. Por eso reta a todo el mundo a que adivine su verdadera edad ¿Todavía se siente tan joven como hace unos años? ¿Todavía engaña a las incautas niñas? Dígame Maestro.

¡Hable!

Pd. Todos los senos son redondos al gusto y tienen la firmeza ideal cuando se muerden.

enero 03, 2016

Año nuevo. Vida nueva.

Leí su entrada. No me gustó. Me pareció que me deja mal parado y que los detalles, los verdaderos detalles, faltaron. Sé que durante los años en los que impartimos talleres por todo el altiplano cundiboyacense fuimos insistentes con nuestros alumnos para alejarlos de esa obsesión estúpida de reflejar palmo a palmo la realidad y, al mismo tiempo, para desalentarlos en sus utópicos esfuerzos por crear un mundo imaginario de cabo a rabo. Les decíamos, les insistíamos, que el secreto de la literatura es combinar con precisión natural los hechos y la memoria, lo real y lo ficticio, lo que olvidamos y lo que no podemos, aunque intentemos, quitarnos de la cabeza. Los obligábamos, hasta el punto de hacerlos llorar, a enfrentarse con sus demonios pasados, a escribir sobre sus padres fracasados, sus madres sobreprotectoras, sus primos violadores, sus tías abusivas y sus abuelas ladronas. Los acorralábamos hasta que no podían hacer más que escribir como posesos sobre esa tarde en la que vieron el cadaver sanguinolento de su perro aplastado por una buseta, a su abuelo recibiendo un blowjob de la empleada o de su tía haciéndose la cera en el baño de invitados, con un hilo dental ajustado en los talones, en los tobillos desvanecidos por la gordura.

Les dijimos, cientos o miles de veces, que el problema no está en distinguir la realidad de la ficción. El problema está en la sinceridad, en decirse una verdad mientras se escribe. En mentarse un madrazo con las palabras, en sentirse un poco incómodo al confesarse, a uno mismo, lo que le duele, lo que le aflige, lo que le incomoda al levantarse y enfrentar el mundo. Lo repetimos. ¿Y entonces? ¿Cómo supone que me va a gustar su respuesta a mi respuesta? Le faltaron los detalles que lo descolocan, que lo hacen quedar mal parado. Se los voy a recordar.

Usted habla del video porno de la muchacha deshonrada, de sus jornadas masturbatorias, de su gordura, de su olor a cigarrillo. Hace pensar a los demás que confiesa a gritos los defectos insuperables del autor, que de esta manera se conecta desde un estado de fragilidad con su audiencia, que también fuma, consume grasas artificiales, azúcar de tercera y pan hojaldrado pagado con monedas. Los hace creer parte de un grupo imaginario, de una comunidad que se reúne en torno a sus palabras, a su blog, a sus incontables perfiles en la red, los hace sentir "identificados". Pero juega con ellos, pues usted ya no fuma tanto, practica TRX en un gimnasio local y, cuando quiere, llama a alguna amiga delgada, joven, adinerada, le lee un par de poemas y tiene sexo acompasado y enternecido en un motel aséptico de la capital. Usted se masturba mucho menos de lo que dice, pero llora más de lo que confiesa. Ese detalle, por ejemplo, es una omisión que no le puedo perdonar.

Es cierto que entré a su conjunto, es falso que utilicé mis encantos. Es cierto que toqué su puerta y, ya adentro, puse una bolsa de reciclaje en su caneca. Es cierto que ahora consumo mucho más alcohol que hace dos años, pero es falso que destapé una cerveza para usted. Usted ya tenía una botella tibia en sus manos, Cajicá Honey de la BBC (también engaña a sus lectores y les dice que toma Poker). Es cierto que discutimos como esposas lesbianas que descubren la vacuidad de sus relación luego de que todos aceptan su unión, es falso que lo invité a jugar Call of Duty pues ese comentario banal estaría desentonando con el color real de la escena, con sus ojos enrojecidos de tanto llanto, con su frente sudada y brillosa por la fiebre que lo aquejaba.

-¡Está delirando!-le grité- Acá no hay ningún padre vengador.

-Se lo juro-chilló usted- y volvió a llorar como si estuviera ebrio escuchando Caifanes.

Entré y revisé todo su apartamento, no había rastro de nadie, ni siquiera del olor penetrante del Old Spice de su papá. Miré por las ventanas hacia los límites del edificio, del conjunto, de la avenida. No vi ningún hombre con los rasgos distintivos del padre de la deshonrada, sólo un carro lujosos que no correspondía al parque automotor que frecuenta esa zona. Volví a la sala, pero antes vi que en su perfil de Facebook titilaba una conversación en la pantalla. Estaba intercambiando frases cortas y amañadas con la perforada. Es cierto que hablamos de ella hace poco, es falso que es rubia. Ese aparente descuido era una trampa para hacerme creer que le era indiferente, pero sabía que detrás de ese descuido detallado había algo. Usted la busca a ella porque es, tal vez la única, que reúne características que terminan por llevarnos al mismo punto. Cabrón de mierda- lo maldije en mi cabeza-, me importa un culo igual es una mitómana.

Cuando volví a la sala usted estaba sentado viendo Home Alone con una cerveza recién destapada. Como si hubiera olvidado de repente todo.

-No hay nadie, ni acá dentro, ni cerca. Deje el drama y la joda- le pedí en tono cantaletudo.

-Se equivoca-me respondió-hay alguien pero no es el padre de la deshonrada. Ese es un personaje apenas. ¿Seguro no nota nada raro?

-Un carro lujoso en la décima con primera. Eso es todo.

-Eso es todo, justamente. Son ellos otra vez y están buscándolo a usted, por aparte.

Y me acordé que la escritura, además de ser ese ejercicio cuidadoso de entretejer la memoria con el anhelo, con los hechos, con lo que no podemos recordar es también la posibilidad de traicionar a los otros. Al padre, a la tía, al abuelo pervertido y a la empleada necesitada. O simplemente al otro, al prójimo, al próximo. Su respuesta no me gustó porque aunque pueda parecer una traición patente, es el ocultamiento de una traición mayor que su público, obeso y masturbador, no sabe ver, no podrá por ahora entender.

A mí también, con mucha pena, me toca traicionarlo.

Salí corriendo de su apartamento y, conociendo su conjunto como lo conozco, salí por la puerta diminuta de atrás, por la portería que custodia la vigilante De Oro, costeña de piel de cobre, de nalgas y senos y curvas como el Poporo Quimbaya. Es falso que utilicé mis encantos para entrar. Es cierto que tuve que usarlos para salir.

Y escapar.